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Juan Ignacio Chavez

Don’t run away, honey-bunny (Parte I)

Había pasado un muy buen verano moviéndome entre Colonia y Bruselas, ocupando casas de amigos y tratando de no pensar en el futuro. Tras meses de no ir a clases y varias semanas de no abrir el e-mail, recibí una llamada de Anne Coignard, la Secretaría del Conservatorio en Toulouse, quien me preguntaba en un tono entre amigable y palaciego si tenía pensado volver a clases. «Claro que sí» mentí, pues la beca mensual llegaba en pocos días, aunque cuando llegó el momento de cobrar, me di con la sorpresa de que los músicos no andan tan ensoñados como uno cree, no son tontos, ya estaba fuera.

Lo primero que hice fue llamar a Alejandra, mi hermana mayor y la única familia que me queda, aunque eso no es totalmente cierto, ya que está Facu, cada vez más grande —me dijo, y lo puso frente a la cámara—, ya hila frases solo que ahora está chuncho; puede que el próximo año vaya al nido. Yo le sonreí. Lo recordaba como un bulto informe entre mis brazos. Debía haber pasado mucho desde la última vez que fui a Lima. Le dije que cuidara de su madre. No pareció entenderme. Luego le conté a Alejandra mi situación y pareció entenderme, aunque para explicar la importancia de esto debo hacer un pequeño excurso.

Alejandra me lleva siete años. Tenía solo dieciocho cuando murió mamá —¡tres años menos que yo ahora!—y aun así asumió la responsabilidad de cuidarme y guiarme hasta donde le dieran las fuerzas, al mismo tiempo que, siguiendo la tradición familiar, sacaba notas muy decentes en la Facultad de Derecho. Al término de sus estudios se casó con su novio de toda la vida, y unos años después, luego de comprarse un departamento —es decir, de hacer todo lo que debía hacer cuando lo debía hacer— tuvo a Facu. Ya comprenden. Una vida rectamente hecha, algo de lo que mamá hubiese estado orgullosa. Aun así, por más recta que fuese, y por más lejana que estuviera de cualquier apreciación artística de la vida, siempre supo entender mi negativa a seguir los pasos prestablecidos, tanto cuando anduve en periplos, luego del colegio, como cuando comencé a decirle que el piano sería mi medio de vida, aunque a veces lo hiciera de manera torpe e insegura, ostentando mi singularidad frente a la norma como si ella quedara del otro lado. En cualquier caso, ella me oía con entereza, con un cariño inteligente y envolvente; mirándome sin sobresaltarse, y aun así con espacio para el asombro: un hermoso asombro contenido, móvil e inmóvil sobre su sitio, como el mar.

Como le dije a Alejandra esa vez, no era la música lo que me había disgustado, sino las instituciones que la rodean, la competencia vil, la vida monástica y la apología al virtuosismo. Le conté, por ejemplo, que una tarde había ido a La Garonne con un par de amigos, aprovechando que el día comenzaba a extenderse. A las nueve de la tarde, cuando la luz anaranjada caía sobre el río como en un ejercicio de epostracismo, vimos pasar a Ziggy, un músico callejero reunionés que interpretaba la versión de Don’t run away, honey bunny de Benny Burton en un inglés medio creolizado aunque con sentimiento, en fin, un bonito show, y uno de mis amigos, un geniecillo alemán de dieciocho años que andaba clausurando festivales, comenzó a reírse porque tocaba la guitarra con capotraste.

—Eso no es tocar—dijo, y al ver mis cejas levantadas expuso sus argumentos: que la transposición era un arte difícil, y que jamás debía utilizarse para cubrir el desconocimiento de tonalidades, o sea, para poner lo indeterminado en nuestros propios términos. Era el fin de la cultura, pontificó. Sin duda era inteligente, el Niño Lord. Era también estudiante de Historia y Filosofía en la Universidad de Tübingen. Yo qué podía decirle. 

En retrospectiva, creo que esa tarde fue el inicio de mi partida, de mi lento, quizá inconsciente desvanecimiento hasta la desaparición. Inmediatamente comenzaron mis viajes de fin de semana a Cordes-sur-ciel, Gaillac, Albi, Lourdes, Pau, Montpellier y, en general, a cualquier lugar cercano donde pudiera incumplir con mis horas de práctica, hasta que a mediados de junio, cuando el norte se convertía en un destino disfrutable, comencé a ir al extranjero por periodos cada vez más largos, hasta que sucedió lo que ya saben, aunque quizá aún no sepan —pero seguro lo intuyen—que mi desintegración no terminaría ahí, que no me contentaría con que me quitaran la beca, y que la vida me exigiría ejercer aun menos peso sobre el aire; enrarecer mi superficie y prolongarme como los seres que no tienen dimensiones ni afirman nada, en buena cuenta: irme, irme intensamente. 

Tras oír esto —aunque debo haber usado otras palabras—, mi hermana suspiró varias veces, y luego me dio una recomendación que cambia —o inicia—toda esta historia.

—Guillermo—me dijo—. Guillermo es la respuesta.

Contextualizo.

No fui del todo preciso cuando dije que Alejandra y Facu son toda la familia que tengo. Está Guillermo, un tío de segundo grado que nunca vi, a quien mi madre se refería a veces como «Guille el inquieto», pues a los quince años, un buen día había hecho maletas para irse del país y buscarse la vida en otras latitudes. Luego de entregarse una década al comercio mercante y otras dos al turismo, creó su propia empresa de servicios hoteleros, encargada de capacitar y colocar personal en hoteles, una lógica de tercerización que se convertía poco a poco en la regla. Alejandra sí lo había conocido, aunque su relación con él había comenzado realmente con la muerte de mamá, cuando Guillermo llamó para dar el pésame. Desde ese entonces hablaban un par de veces al año. Alejandra le tenía muy buena estima y lo último que había sabido de él es que su empresa era una trasnacional y colocaba empleados en hoteles de todas partes del mundo.   

Cuando al día siguiente llamé a Guillermo para contarle mi situación, me dijo que estaría encantado de ponerme como pianista en un hotel. Me dijo también que, si no quería tardar una eternidad, era preferible que fuese en algún país donde los trámites para mi visa de trabajo no fueran engorrosos. Tras barajar las opciones que me dio, me decidí por el MS Radamis I, un crucero para gente rica que va por el río Nilo, desde donde escribo.

Llegué a Luxor a mediados de noviembre, cuando bajaba la afluencia de turistas y el calor se volvía manejable. Como el crucero zarpaba todas las semanas y el recorrido de Luxor a Asuán, ida y vuelta, duraba más o menos tres días, mis cosas, que no eran muchas, se quedaban en el depósito de seguridad del Hotel Nefertiti, donde se me asignaba una habitación regular, nada lujosa, para sábado y domingo. No sé si fue por candidez, pero al inicio yo pensaba que me ganaría la vida tocando el piano todo el día o algo así. En realidad, dado que la hora del té y los eventos de esparcimiento no se daban antes de las cinco, me veía en la disyuntiva entre ganar una absoluta miseria y elegir una ocupación adicional como miembro del equipo de servicio. Debido a la precariedad de las ciudades de desembarque, no era realmente posible encontrar otros espacios para llenar la agenda. Visto así, era bastante comprensible que no hubiera más músicos profesionales disponibles.

Pero eso no me desmotivó. Ya me van conociendo.

Elegí servir el desayuno, lo cual, sumando la preparación del bufet y el lavado de platos no pasaba de tres horas. A las once estaba libre; iba a mi habitación, abría la ventana y me quedaba absorto buen rato, con los labios juntos pero la dentadura abierta, mirando el ruedo de los escenarios en la otra ribera del río. A veces, cuando corría viento y sentía mi cuerpo en medio de todo, me invadía una felicidad muy extraña, como perdida, remota y sin lengua. Y en ese vacío, tan fácil de sostener, surgía de a pocos, como una contramarea, el hábito insólito de ver aparecer sobre la vegetación los triglifos del templo de Edfu, o las columnas de Karnak mientras oía crepitar la máquina de café. Para eso había venido.

A las cuatro menos veinte me peinaba, me ponía un saco negro (era el único tripulante que podía llevarlo) y hacía los calentamientos que me enseñaron en el Conservatorio: primero estirar los dedos, uno por uno; luego girar las muñecas, los brazos y el cuello; por último respirar hondo, con energía y sintiendo el trabajo del diafragma. Cuando llegaba al Gran Salón, en la tercera planta, con las partituras bajo el brazo, algunas cabezas me saludaban por encima de los periódicos; en general, el ruido amainaba por unos segundos, como si mi presencia fuera una corriente de aire. Luego todo volvía a la normalidad, pero solo en apariencia. La expectativa flotaba en el ambiente, reverberando en la superficie de la atención, tanto que, si demoraba un poco, el ruido amainaba una vez más.

El turista promedio estaba contento con un par de canciones clásicas, pero luego era necesario alternar con algo conocido: alguna instrumentalización de Frank Sinatra, Joan Baez o los Beatles, o en todo caso piezas de piano que no les exigieran una sensibilidad tan geológica, como las de Debussy, Satie o Lizt, quienes, aun si no los conocieran, les sonarían a algo. Mi versatilidad me permitía saltar entre géneros e interpretar no solo el piano, sino también a los huéspedes, cuyos gestos de aburrimiento o emoción eran perfectamente legibles desde mi sitio. Si había un grupo de chicas jóvenes, por ejemplo, y quería un momento de gloria, tocaba When I was your man de Bruno Mars, lo que siempre terminaba en una especie de karaoke, un verdadero acontecimiento en el Gran Salón. Todo eso era deseable, los jefes quedaban contentos. Otras veces, cuando había calma y retenía fragmentos de conversaciones, hacía lo que he bautizado como «indirectas musicales», hacer comentarios a personas a través de la música. El caso más obvio, por supuesto, era tocar Cumpleaños feliz si veía que alguien era celebrado (siempre me lo agradecían); también tocaba seguido Just like starting over de John Lennon cuando veía que parejas mayores celebraban su aniversario. Y luego había casos más sutiles, casi siempre pasados por alto, como cuando vi a una chica siendo avergonzada por su marido, y le dediqué una hermosa versión balada de He don’t deserve you anymore de Buck Owens, o cuando vi a un grupo de señores latinoamericanos contar chistes clasistas y toqué El arriero de Atahualpa Yupanqui, una canción que, dicho sea de paso, y ya más allá de esos señores, resume el mundo entero.

Pero todos tenemos una canción especial. Ustedes, yo, los huéspedes, en fin, el mundo entero tiene una canción evaporada, hecha nudito de aire en el centro de la frente, siempre a punto de condensarse sobre los ojos. En mi caso, es la canción que siempre toco, la única canción que nunca jamás ha faltado en este barco, aunque esta información conlleva una confesión. Esa vez, en Toulouse, cuando el Niño Lord se burlaba de Ziggy, no fue solo su elitismo musical lo que me molestó, sino el hecho de que estaba estropeando mi canción: Don’t run away, honey bunny

Mi historia con esta canción se remonta a mi noveno cumpleaños, cuando mi madre me llevó a una tienda de discos. Recuerdo haber estado en la etapa de querer ser grande, de probarle al mundo que podía ser independiente, y mi manera —extraña, lo acepto—de llevarlo a cabo fue dirigirme a la sección de «Grandes Clásicos» y coger un disco al azar. Fue así que descubrí a Benny Burton.

Hoy en día es difícil encontrar a alguien que conozca a Benny Burton. Sin dudas no está en las tiendas, y aunque aún se encuentran sus discos por e-bay, siempre de segunda mano, y uno que otro audio de YouTube con mala resolución y pocas visitas, la verdad es que casi no tiene presencia cultural. Yo no sé si Alejandra se acuerda —es curioso que hasta ahora no le haya preguntado—, pero por una época el Señor Burton, como le decía mi madre, estuvo muy de moda en casa. Lo escuchábamos mientras cortábamos verduras para el almuerzo, o cuando armábamos rompecabezas, pero también cuando no hacíamos nada, quizá sobre todo cuando no hacíamos nada, y así ganábamos una especie de licencia para los disfuerzos, un espacio para esas bromas tontas y gestos a medio hacer que solo tienen sentido en familia, cuando el cariño desemboca en una absurda molicie.

La canción de la que hablo era la N. 2 en el disco, y nos gustaba tanto que la repetíamos una y otra vez. Luego de una capa de violines algo melancólica, la voz del Señor Burton, suave y aun un poco áspera, como si friccionara su propio sentimiento, se adelantaba por un instante a la batería y el contrabajo, creando una onda entre pop y Big Band, grave y ligera al mismo tiempo. La letra era muy simple. Y se repetía varias veces:

Don’t run away, honey bunny

Oh oh

Where will you be in twenty years?

Where will I be?

Oh oh

Will you look and see, honey bunny?

Oh oh

Will you remember me?

Eventualmente, ya ni siquiera escuchábamos el disco de Benny Burton, y Don’t run away, honey bunny ya no era solo una canción favorita, sino que, en sentido estricto, había trascendido enteramente su estatuto de canción. No solo la sabíamos de memoria, sino que, por motivos quizá aleatorios, quizá muy intrincados, simplemente la habíamos integrado a nuestro día a día, a nuestro lenguaje, y más específicamente, a esa parte de nuestro lenguaje que no hacía mucho sentido, o que nada más decíamos para encriptar el cariño, para hacerlo un poco más sinuoso e interesante. Por poner un ejemplo: mamá solía despedirse de nosotros diciéndonos «Don’t run away, honey! Don’t run away, bunny»! y, cuando estábamos de buen humor, respondíamos: «Oh, oh»! Cosas así. Seguro que se entiende.

Sé que este ha sido un excurso largo, pero de otra manera no tendrían cómo comprender el tamaño de mi emoción —y de mi sorpresa—cuando la noche del 23 de diciembre, justamente mientras tocaba Don’t run away, honey bunny en el Gran Salón, una voz maravillosa comenzó a cantar desde una de las mesas del fondo. De inmediato comenzaron los aplausos y el vitoreo. Se trataba de un señor canoso y de barba, vestido con camisa de algún deporte de salón y sombrero de campana. Yo le eché unos setenta años, aunque podrían haber sido más; no porque se viera decrépito –más bien, tenía muy buen aspecto—, sino porque la mirada le brillaba con ese lustre antiguo de las personas que han vivido mucho, esa especie de segunda inocencia que emerge del capullo de la madurez, limpia de cualquier tegumento de ironía. Cantaba sin ínfulas escénicas, tan solo marcando el tempo con el dedo índice, pero su voz brotaba con la educada vulnerabilidad de los grandes cantantes; era sin duda más grave y carrasposa que la de Benny Burton, pero entendía igual de bien una canción tan difícil como Don’t run away honey, bunny, que es triste, pero también ligera, y se dispone risueña ante los futuros solitarios, ante la sospecha de que por más cariño que tengamos hoy, por más real que nos parezca la vida que nos rodea, algún día, luego de habernos ido desdibujando sin saberlo, llegaremos a la más alta cumbre de la soledad, desde donde la vida se ve más hermosa que nunca, de tan lejos que ya no duele. Con justa razón, fue ovacionado cuando terminó. Él agradeció, no precisamente emocionado, quizá incluso parco, y luego de un rato, cuando levanté la mirada tras una sonata difícil de Prokofiev, ya no estaba.

Ya pueden imaginarme esa noche en mi habitación, sentado en el borde de la cama y pensando en esto, o incluso en la vida, si se le puede llamar así a todo pensamiento que comience con un vistazo por la ventana y termine con un suspiro. Imaginé el tipo de hechos sustanciales que ponen el sentido de todo en tela de juicio, como qué sería de mí sin mi hermana, qué sería de ella sin mí o qué sería de ambos sin Facu, en fin, ese tipo de ejercicios de permutación que nos revuelven el estómago pero que terminan en un alivio edificante, una especie de agradecimiento general que intenta convivir con la posibilidad de su propia desaparición, con el horror que todo amor lleva en el dorso. En todo caso, sentí que oír a ese señor me había hecho bien, y que ahora, con la mirada colgándome hacia las estelas que trazaban las quías del barco, tenía una curiosidad renovada, una energía que no sentía hacía buen tiempo.

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