Un médico de algún lugar del mundo propuso que para comer, mejor dicho, para ordenar nuestros alimentos y nuestras comidas diarias, nos separáramos por grupo sanguíneo. Es decir que, según su teoría, a cada grupo le convienen ciertos alimentos. Es lógico y hasta conveniente, pero ¿a razón de qué una frontera más?, preguntaron los poetas que leyeron la noticia. No bastaba, dijeron, con la separación de las clases sociales, de los grupos étnicos, de los signos zodiacales, los políticos, académicos, territoriales y hasta los de género, aberrantes como antiguos, ahora la ciencia nos agrega una barrera más. Como si para reflexionar, continuaron, no bastaran ejemplos como el del hombre que caminó descalzo todos los países del planeta solamente para sembrar flores en cada uno, o el de China donde se logró cultivar arroz en agua salada para alimentar a doscientos millones de personas, o el de una niña inglesa de ocho años quien declaró ante los abogados de su familia que toda su herencia, más de cincuenta millones de libras, sería entregada a la lucha por el hambre en África, o el de una mujer anónima y analfabeta de un país cualquiera del tercer mundo quien se levantó de su cama, moribunda, para prepararle, quizá por última vez, el desayuno a un bebé que lloraba sin parar, por hambre.
Pues, finalizaron diciendo, viéndole el lado bueno, porque también ese es nuestro trabajo, que cada vez más tenemos como resguardarnos de la segregación. Y eso vale también para la de nuestros adentros que a veces es peor de la de afuera, y nos transforma en víctimas de nosotros mismos.
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