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Fabián Soberón

Domingo

En el barrio de San Lorenzo, en Roma, una bicicleta estaciona en una calle desierta. Un viejo flaco lleva tijeras, agua, peines y un bolso con adminículos para su oficio.

Un joven moreno, quizás del sur, camina solo. Se detiene frente a la bicicleta. Traban un acuerdo. Al rato, el muchacho está sentado en una banqueta desplegable. El viejo estira sus instrumentos y empieza la faena.

Ni siquiera me miran. El muchacho lee una revista gastada y su concentración es un remolino manso. El viejo hace ruido con las tijeras y corta y avanza como una fiera.

Ambos se ganan el domingo.

Es una calle empedrada. Detrás, un muro célebre recuerda una gesta en latín. La luz dorada empuja la pereza. Ellos no sienten la sombra del pasado. Solo existe el instante, la fulguración de la luz.

A metros de la vía Tiburtina, el peluquero y su cliente son dos esculturas de carne y hueso. Festejan el silencio.


Photo Credits: Jorge Caldera

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