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paola maita
Photo by: Dan Wright ©

Distancia virtual

Cuando comencé a ver el surgimiento en Instagram de cuentas como @cocatanblanca, @tusitanrosa o @sifrizuela, pensé que solo recurrirían al chiste fácil y evidente. La verdad es que, con sus aciertos y desaciertos, ellas han logrado hacerme un mapa de la configuración de una realidad que cada vez se me antoja más lejana.

Tengo claro que lo anterior es solo una mera ficción. Aunque físicamente esté lejos, me sigue persiguiendo en el mundo virtual, sobre todo en los grupos de WhatsApp.

Hace unos días, en medio de una conversación de un grupo cuya mayoría aún vive en Venezuela, no me quedó más remedio que aceptar que esas personas y situaciones a las que estas cuentas hacen referencia a diario en sus publicaciones, están cerca de mí.

En menos de 10 mensajes, tenía algo que podía tomarse casi como una radiografía de lo que socialmente ocurre en Venezuela, algo en lo que solo había querido pensar a través de posts con los que me río 30 segundos y creía olvidar al hacer el siguiente scroll.

Mientras algunos hablaban de sus últimas actividades deportivas, entre las que estaba un partido de tenis; otros hablaban de bachaquear cerca de la frontera, de estar en la peluquería o de pedir fotos porque han emigrado y tratan de sentirse menos lejos de la cotidianeidad de sus seres queridos.

Yo, que leía todo aquel barullo con los 5 husos horarios que me separan, me sentía como parte de un mundo muy lejano, que todo eso que debería serme familiar me resultaba tan ajeno como los posts de @cocatanblanca o de @sifrizuela.

Vi aquellos mensajes como parte de esa realidad virtual venezolana que me persigue, que quiero creer que flota por encima de mi cabeza y de la que he escapado. Y cuando menos quiero admitirlo, la vida se empeña en demostrarme que esa sensación que no es más que una mera ficción.

Me fue inevitable preguntarme cómo es posible que todos nosotros convivamos en un mismo universo social. Mi duda no viene de un lugar de superioridad sino de una verdad que me está corroyendo poco a poco: A mí, inmigrante, cada día me cuesta más conectarme con todo aquello de donde provengo.

A medida que han ido pasando los meses, que voy construyendo un universo nuevo de referencias, que adopto palabras nuevas; siento que el espacio y el tiempo venezolano se estiran vertiginosamente en dirección contraria a mí. Por mucho que siga estando dentro de mi esfera social porque aún conservo amigos y familiares con los que confluyo allí, y que pueda admitir que la distancia es hasta cierto punto ficticia, la sensación que tengo la mayor parte del tiempo es que regresar a todo eso, así sea desde lejos, es un esfuerzo que no sé cuánto tiempo podré hacer. Aunque no sea realmente remoto, aunque esté allí al alcance de mis dedos, a unos cuantos taps y scrolls en una pantalla…

Me debato entre si hacer el esfuerzo vale la pena o no. ¿A qué me quiero acercar? Y aún más difícil de preguntarme es si sigo siendo parte de ello. Me aterra pensar que si ni siquiera han pasado dos años desde la última vez que todo eso fue mi realidad física y ya es un reflejo como de un espejo curvado, ¿En qué se convertirá con el pasar del tiempo?

Ser venezolana se ha convertido para mí en una identidad virtual, una especie de pseudónimo en una red de la cual, cuando intento ingresar, no recuerdo la clave y me toma cada vez más tiempo recordarla. Es un esfuerzo que poco a poco va desgastando mis ganas, que me parte en dos: la venezolana que se quedó congelada en el tiempo el día que salió de su país y la persona que surge de entre las grietas de una máscara identitaria que poco a poco se resquebraja.


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