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Fabian Soberon
cronicas

Dibujo

a Lautaro Soberón

Por la mañana, temprano, una semilla crece, solitaria, en una bolsa ubicada en la ventana de mi casa. Bruno ha puesto un experimento vegetal y espera que pronto se convierta en planta.

Ni bien se despierta, mi hijo hace un retrato en unos minutos. Con lápiz negro y papel blanco, traza unas líneas rápidas y encuentra la forma desplazada de mi cara. En ese mínimo desorden repentino, en ese laberinto, encuentra un espejo lejano de mi cuerpo.

Por la tarde, suena en los parlantes de mi auto el clave de Jean Philippe Rameau. Recién ahí me doy cuenta de que en Düsseldorf no escuchaba las obras de Bach para clavicordio sino el homenaje tardío de un compositor francés. En el trayecto, pienso en los dibujos desaparecidos de mi padre, esos bocetos que hacía con la velocidad del rayo sobre el mantel cuadriculado de hule.

Sin suspirar, mi papá trazaba unas líneas oblicuas e inventaba un personaje, la sombra de un árbol o el rostro cuadrado y armónico de Superman. Yo iba a la escuela y solo quería dibujar como él. Después llegaron las historias de su periplo indirecto por la Facultad de Artes y la vocación perdida en un pasado sombrío.

En la familia circuló la leyenda de que nosotros, mi hermano y yo, habíamos heredado esa habilidad para el boceto y el encanto.

Cuando veo la semilla en la bolsita pegada a la ventana, advierto lo que está sucediendo. Mi hijo Bruno es el verdadero sucedáneo de aquella lejana virtud guerrera para el dibujo.

No sé cómo se desencadena un vicio. Pero sí puedo ver de qué forma se disipa una virtud. Bruno dibuja con una sola mano y puede crear la ilusión de la realidad con unos leves trazos matutinos.


Photo Credits: Angie Garrett

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