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Días de desencanto

CARACAS: He vuelto.

Mi cuerpo está aquí, pisando suelo venezolano, caminando despacio el cansancio de un viaje eterno, respirando el vapor húmedo de Maiquetía, buscando en los ojos de quienes me empujan en el desorden de la enésima cola- esta vez la de inmigración – mi misma mirada angustiada, mi misma inquietud del regreso. Resignación y ansiedad es lo que registro a mi alrededor. Afuera nos espera una mansa incertidumbre, adentro se atropellan olas de emociones. En mi mente, colores resplandecientes se agitan sin parar y olores incrustados en la nariz revuelven nostalgias crónicas y sabores inolvidables.

Mi alma no anda por aquí. Ella no ha llegado aún. Debe andar sin rumbo, sobrevolando el océano, perdida como esta pobre patria rota.

Sólo queda huir rápido hacia casa.

………

Noche tropical en mi Caracas asustada y desierta. Ando por la casa descalza, pisando firme mi insomnio rebelde. El huso horario no perdona y estoy despierta ya, lúcida y vigilante, en esta madrugada impaciente. Corro despacio los ventanales del balcón y me llega, puntual, el ruido incesante de los grillos, junto al murmullo sabroso de las palmeras. La calle está tan sola que estremece. La noche es más oscura aquí en Caracas. Huele a lluvia. Me pregunto cuál diseño oscuro del destino – oscuro como esta noche caraqueña – me ha llevado hasta aquí.

………..

Ninguna luz bajo la puerta, ninguna música, ningún antojo de medianoche. El cuarto de mi hijo está vacío. Vacío como me siento ahora yo en esta ausencia prolongada, en este silencio innatural. Él no ha vuelto aún de su sueño americano, de su fantasía californiana. Muy escuetos mensajes, unas fotos robadas en Facebook, un saludo de prisa por el whatsapp; la libertad y el entusiasmo no saben de angustias maternas ni de desvelos nocturnos…

Falta poco para el regreso. Miro su cama tendida, impecable, sus cosas en orden en la mesita de noche; respiro su olor conocido, me fijo en una mancha en la pared que no había notado antes. Los ojos se me ahogan en un asomo de llanto. ¡Cómo duele la falta de un hijo! ¡Cuánto arde ese amor sin retorno!

………..

Deshago la maleta y la melancolía me embiste, no me da tregua, sube a la garganta como un molesto picor. Saco las cosas de prisa, sin criterio ni orden y en un segundo la sala se llena del viaje y de olor a añoranza. Ahora todo está revuelto, en el sofá, sobre el piso, encima de la alfombra… como mis recuerdos recientes, enredados con este día a día tan difícil que no quiero mirar a los ojos.

El dolor del país me golpea las entrañas. La carestía es la dueña de mis compras nerviosas… y de mis olvidos culpables.

…………

Debo volver al trabajo. El cuerpo no me quiere obedecer después de un mes de descanso absoluto. Las piernas no se mueven esta mañana, pesan demasiado. Un cansancio mortal me oprime, me clava a la cama, me ata a mi angustia. No me quiero parar. Mi alma no ha vuelto aún de su paseo por las nubes. Es una gitana alocada que baila bajo la lluvia y ha perdido el rumbo hacia casa.

Me encamino hacia el Metro. Es temprano y hay poquísima gente en la calle. Voy despacio por la acera rota y me topo con las caras de siempre. Los vecinos me saludan con cariño y sorpresa… Un mes puede ser mucho tiempo, aunque pase volando… pero nada cambia en nuestra ausencia ilusoria.

El tiempo es una imagen intacta. Allí está, como si nada, el señor de la moto. Sigue allí, donde lo dejé, en el Bulevar, encaramado en el asiento, las rodillas dobladas y la misma chaqueta fosforescente; declama en voz altísima salmos de la Biblia, concentrado y aislado en su mundo perfecto, como todos los días. Y nadie lo mira.

Ha pasado un mes también en mi mundo (imperfecto) y tampoco nada ha cambiado.

¿Qué hacer con nuestras heridas?

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