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Gavina Falchi

Diario de un arrivederci

Atrapar, fijar en el papel, para no olvidarlas, las imágenes que llegan de golpe a la mente, así sin ser invitadas; pequeños flashes que estallan en medio del fluir libre del pensamiento. Ordenar las ideas, revisarlas, ponerle un nombre a las emociones, mirarlas fijamente, no dejarse arropar por la angustia. Todo va a salir bien

 

 Forlì, 12 de septiembre 2016

La habitación del hotel es pequeña, a duras penas caben nuestras maletas. La de Ale es enorme, se ha traído el closet completo amontonando franelas y recuerdos, revolviendo bermudas, viejas fotos y nostalgias tropicales. Lo miro de cerca mientras duerme profundo, después de ese vuelo extenuante. Se ve tranquilo, como siempre. Me pregunto si en su infinita inocencia sospecha siquiera lo duro del cambio que le espera en esta nueva vida que eligió. Con la arrogancia de los jóvenes repite que no le asusta para nada vivir solo y tampoco le preocupa lo difícil que pueda resultar la Universidad. Yo, en cambio, tengo el alma oprimida; es un dolor agobiante, casi físico, que me ataca cada vez que palpo dentro de la cartera mi boleto de ida y vuelta y saco la cuenta de los días y las horas que faltan por separarnos… Apenas puedo comer; no siento hambre nunca en estos días larguísimos de final de verano, en que el sol pareciera no quererse ocultar jamás.

 

Forlì, 13 de septiembre 2016

Amanece lentamente. Miro por la ventana, observo cuál será el cielo que arropará a mi hijo de ahora en adelante. Techos rojos, torres sobresalientes en medio de una arquitectura exquisitamente medieval, campanarios que me recuerdan los domingos somnolientos de mi infancia provinciana. Son imágenes familiares y reconfortantes para mi, mas totalmente ajenas para él. Siento una mezcla de entusiasmo, de inquietud y de incontenible ansiedad. Me pongo de puntillas y miro hacia abajo; las calles son las del centro, estrechas y adoquinadas; los carros pasan con dificultad, deben hacer miles de maniobras complicadas para estacionarse esquivando, además, las infaltables y omnipresentes bicicletas. El pasado y el presente, aquí, conviven alegremente y por todas partes.

 

Forlì, 14 de septiembre de 2016

Es temprano aún, pero oigo los ruidos del despertar de la ciudad. Quiero tomar café y pienso en cuanto me gusta empezar el día con este rito íntimo y solitario. Repaso mi lista ordenada de cosas por hacer y realizo, incrédula, lo eficiente y organizada que es esta pequeña ciudad del norte de Italia. En tan sólo unos días hemos logrado avanzar muchísimo con todos los trámites prácticos para la Universidad y todo ha sido inesperadamente sencillo y rápido para nosotros, estrangulados por la elefantiásica burocracia sudamericana.

Bajo. La señora Marta, un mujerón, me saluda con cariño atrapada en la prisión algo grotesca de la recepción donde se ve, sin embargo, muy a gusto. Por esas increíbles coincidencias de la vida, descubrimos al llegar que tiene familia en Venezuela. Un tío tiene un hotel en Acarigua, en el interior, desde los años sesenta y aún vive allá. Desde entonces, una complicidad sutil y mutua nos une y me parece intuir en su sonrisa y en la de sus hijos un trato especial. Hablamos del país, de la crisis, de la inseguridad mortal y de la escasez agobiante. Marta ha estado en Venezuela, lo sabe todo y me entiende. Me siento en casa. Al despedirnos, el último día, nos abraza conmovida y solidaria con “i Venezuelani”. Sí, porque en Italia somos “i Venezuelani” y en Venezuela “los Italianos”.

Me pregunto quiénes somos de verdad.

 

Bologna, 15 de septiembre de 2016

Nos bajamos del tren después de un viaje cortito donde no intercambiamos ni una palabra (Ale tiene puesto los audífonos todo el tiempo…) y caminamos bajo la lluvia, en el único día feo que nos ha tocado en este septiembre increíblemente caluroso. Desde la stazione centrale, donde un tipo con cara aceitunada – un hindú seguramente – nos ha vendido un paragua absolutamente inútil y endeble (recordándonos los vendedores tramposos al acecho a la salida del Metro de Caracas…) recorremos la larguísima vía Indipendenza mojándonos como pollos, a pesar de que andamos bajo los portici que corren hasta Piazza Maggiore y del esfuerzo por equilibrar esa ridiculez de paragua por encima de nuestras cabezas sorteando, además, los empujones, en medio de un gentío increíble que no mira por donde va. Observo que muchos jóvenes van de prisa y arrastran maletas gigantescas. Deben ser estudiantes.

La basílica de San Petronio, que domina la Piazza Maggiore, nos sorprende de pronto con su enorme fachada incompleta, tan inconfundible y única. Quedamos boquiabiertos. La estatua del Neptuno, en cambio, está tapada por completo y no podemos verla, la están restaurando.

Bologna rebosa de turistas hoy. Mas no me gusta para nada y hasta me irrita este cielo plúmbeo y este aire triste y melancólico que tan poco se asocia a la idea de ciudad gozosa y sensual que atesora nuestro imaginario colectivo. Las tiendas son bellísimas y son una infinidad, repletas de toda clase de mercancía. No estoy acostumbrada ya a estas “visiones” y siento como un ligero vértigo frente al descaro de la abundancia. Ale también está confundido. Elegir se torna difícil. Al final compramos una chaqueta y unos guantes para él – el otoño se acerca- y unas bailarinas para mi, y alcanzamos lentamente las dos torres. No las recordaba tan imponentes, han pasado más de 15 años desde la última vez que estuve aquí. Levanto la mirada y las encuentro bellísimas, inclusive mojadas por esta lluvia incansable, majestuosas y simples a la vez.

Siento una felicidad concreta, tangible, por estar aquí hoy. Aquí y en ningún otro lugar.

Almorzamos en Tamburini, un local histórico del centro, en medio de gente de muchas nacionalidades. En medio de unas maravillas comestibles muy tentadoras se cruzan idiomas y acentos de todo el mundo. Las mesoneras son muchachas preciosas, atentas, rapidísimas y muy amables. Pienso en el desenfado tropical, en los mesoneros a menudo desganados, en los llamados desatendidos… y me sonrío por dentro. Me sorprende como estas chicas logren transportar, manteniéndolos en equilibrio perfecto, hasta cuatro platos a la vez.

Sucumbimos, vencidos, frente a una montaña de tortellini deliciosos – ya en Caracas haré dieta a juro – y pienso que nosotros también somos turistas y a mi, particularmente, me agrada mucho esta sensación de libertad y de anonimato; este andar por caminos desconocidos – y seguros – y compartir bellos momentos con mi hijo – que no parece darse cuenta – en un contexto totalmente nuevo y diferente para ambos, como si aquí nosotros también fuéramos otros. Y, de hecho, lo somos.

Ale toma cerveza -sin dejar de sacar cuentas mentales rapidísimas y escandalizarse por los precios y comparar todo con Caracas – y yo pido mi café espresso. Seguimos andando bajo la lluvia que no nos abandona ni un instante, stranieri fra gli stranieri.


Photo Credits: kanegen

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