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juan jose escobar
Photo by: Toshiyuki IMAI ©

Diario de Cuarentena en un Hospital

Semana 1

Empiezo a escribir estas palabras días después de haber ingresado al pabellón 13 del Hospital Pablo Tobón Uribe, acompañando a mi madre a un trasplante de médula ósea. La verdad no he sentido mayor cosa, nada me incomoda, nada me aburre y nada siento más que un aire de esperanza, el cual me es ajeno en otros campos de la vida. “Le irá bien”, me digo con mis actos, con la tranquilidad que me ha caracterizado, casi a veces imitando a la indiferencia, pero en realidad no.

El primer día, me entregaron las llaves de un casillero donde comparto un rápido encuentro en una sala de paso, con el resto de acompañantes, en su mayoría madres jóvenes con hijos que sufren leucemia. En realidad, según entiendo, esta unidad del Hospital, está llena de niños, niñas, y apenas un puñado de adultos que aguardan su recuperación con el tratamiento.

Pude notar que me agradaba cambiar la rutina en la que venía, luego de 5 meses de encierro a causa de la Pandemia del Covid -19. Curiosamente, las personas que hablan de hábitos sanos, hablan de rutinas y cómo ayuda a superar circunstancias semejantes a la cuarentena. Soy bastante malo para ello, la única rutina que me funciona, son un par de horas de lectura al despertarme en la madrugada y otro par de horas de ejercicio al mediodía, pero hasta ahí, de resto, no entiendo el día, no sé en qué invertirlo, más que en sueños y delirios mientras merodeo por la casa como una sombra que da vuelta en las esquinas.

En el Hospital, más limitadas las posibilidades, la rutina comienza a ser más evidente, aunque salten ideas en el anaquel del escritorio, donde puedo escribir un poco. Justamente este diario, surgió mientras me daba un duchazo, luego de esperar que otro joven terminara su propia rutina de acicalamiento en el baño que compartimos, para que luego un hombre mayor, tuviese que esperarme, así como yo lo hice. Al enjuagarme el pelo, veía caer la espuma sobre la planta de los pies y simplemente… surgió. Me sequé, me vestí, me lavé los dientes y caminando por el pasillo que me separa de la alcoba 1335, escribí en el aire las primeras palabras de este diario. Lo que llamo diario, pues no estoy seguro que lo vaya a hacer cada día, es probable que sea por semanas, un semanario es más adecuado.

Rutina de ejercicio a medias, mientras mi madre se baña y organiza. A penas puedo sudar lo que me corresponde, un baño y camino a la cafetería del hospital. Por suerte nunca hago fila, pues al comer ya muy entrada la mañana, la mayor parte de comensales ha concluido y puedo incluso, escoger la mesa que me apetezca. Las comidas no varían mucho, calentado de frijoles con arroz y arepa más chocolate de desayuno, en ocasiones un buñuelo acompaña o una almojábana, de pronto algo de fruta. El almuerzo es igual, frijoles, arroz, ensalada (en especial ensalada). Un día he cambiado los frijoles por una crema de champiñones, que no les quedó para nada gustosa, así que preferí no volver a explorar y quedarme en mis granos. Mi ventaja al no comer carnes se ve a la hora de pagar, hasta 3 mil pesos menos que los otros platos, y quizá una encima de plátano o papa. Todo parece tener un sabor ordinario y regular, pero desde hace años, cuando tengo previsto comer fuera de casa, cargo un pequeño juego de condimentos liderados por la pimienta y el orégano; ahora con mi nueva dieta, se han sumado un tarrito de quinoa y otro de chía, la cual prefiero, aunque no rinda igual.

Al desayunar finalizando la mañana y muriendo la tarde, tengo el privilegio de ver las rutinas de las chicas que trabajan en la cocina. El aseo, su disposición para caminar a las mesas y cenar, incluso puedo notar que no comparten mesa, no por prevenciones de bioseguridad, sino por discrepancias o poca camaradería. Noto que se parecen a mí en ello. Queremos estar solos, sin las molestias de conversar con otro, simplemente observando, aunque ellas, así como gran parte de los comensales, se concentran en el televisor que suena a todo pulmón en la cafetería. Le doy la espalda para mirar con mejor panorama y reconocer rostros sin mascarilla, lo que no puedo hacer arriba, en el pabellón 13, lugar dispuesto al lenguaje de las miradas, miradas filtradas por acetatos transparentes con fines higiénicos.

 

Semana 3

¿Por qué vuelvo a coger este semanario? Lo dejé por completo una semana, justo la semana que aprendí los ritmos del hospital. ¿Para qué son los diarios? ¿acaso sirven para desahogarse, pero de qué? Me he dado cuenta que no tengo demasiado mundo interno, por eso lo busco creando otros, inventando mundos donde tenga sentido… ¿Sentido? Sé que puedo soñar, lo hago todo el tiempo, tal vez esos son mis mundos internos. Imagino muchas cosas, en especial lugares, no personas. Pero adentrarme en semejantes viajes imaginarios, trae mucha tristeza, porque estoy ligado a la realidad, no me separo de ella, si lo hago caería en la demencia. Más me convendría hacerlo y no darme cuenta. “Las procesiones van por dentro” como diría mi abuela.

Y así me la voy llevando, subiendo y bajando los pisos del hospital, encontrándome con acompañantes segunderos en las excursiones del ascensor, saludando y despidiendo con formalidad. ¿Qué putas? Qué increíble amabilidad demuestro con otros, y qué poca conmigo, qué estúpido y falso soy. Me alegro cuando voy a la cafetería del hospital para no estar un segundo más en ese cuarto, mirando un computador o un celular o un televisor, porque los libros que traje, solo me dejan vibrar un instante. Necesito más páginas para hacer palpitar la vida.

Ver y leer sobre lo que amo me está matando, cada vez siento que no será, a pesar de continuar haciendo para ello, incluso estudiando. Es probable que sea el tiempo lo que me amenaza, lo que siento en la nuca como la condena de Atlas, llevando a cuestas mi tiempo, sin entenderlo, inclemente. En un abrir y cerrar de ojos, pasaron 3 semanas de hospitalización, he visto cómo mi madre pasó de reír a dormir y a inflamarse. Reconozco casi todas las voces de enfermeras y auxiliares, y sin saberlo ese tiempo se siente perdido, derrumbado en alguna ambición. Estoy condenado a su tormento, pues no quiero hacer nada con él, pero lo escucho gritarme en la oscuridad. Ya sé porque necesito tener un radio o un televisor encendido mientras duermo: para no tener que escuchar lo que la oscuridad tiene para decirme. Lo necesito para aturdirme, para ahogar la realidad de mi mente.

Creo que sigo disfrutando del pequeño jardín con fuentes artificiales impulsadas por motores, pero paso cada vez menos tiempo allí. No soy capaz de sostenerme por más de 15 minutos, muy ansioso para la contemplación. Pienso en las montañas y la paciencia que desarrollan, la disciplina que requieren, pero yo… no puedo engañarme, no estoy hecho para las montañas, no tengo esa voluntad. Tengo la idea de estar en ellas sin haber realizado ningún esfuerzo, de la misma forma que me he bandeado la vida, entregado casi por completo al goce, sin consecuencias. Me refiero a querer caminar los kilómetros que sean necesarios, pero no entrenar (lo cual hago por desvanecer unas horas del día y no por salud), no estudiar más que a medias, equiparme con lo básico. No hay en mí ese llamado a ser un gran atleta, a demostrar cómo supero las dificultades y rudezas de la naturaleza. Pero en verdad busco la aventura, está en mí, quiero ponerme en riesgo, no con otros seres humanos o situaciones peligrosas por violencia, nada de eso. Pero sí la naturaleza, riscos empinados, aristas donde una tormenta eléctrica pone los pelos de punta.

Debido a ello, no parece que entiendo lo que ocurre a mi alrededor. Es como si fuera normal para mí que las chicas de la cafetería ya supieran que prefiero mis desayunos en losa y sin un solo desechable, sin servilletas, que no como papaya ni jugo de naranja. Que no como carne y todos mis platos los armo de acuerdo al bufete, pues nunca pido el menú. Que Erica la joven que hace el aseo en la habitación de mi madre, me saluda con amabilidad y me dice: Juan Jo, y me cuenta de su hija o me pregunta por qué me gustan las montañas -a lo que siempre respondo que extrema amabilidad, sin la mezquindad de la farsa, simplemente fluye- que las guardas de seguridad, me saludan y saben que estaré un mes cruzando esas puertas, que a veces no me toman la temperatura para descartar el posible contagio de Covid – 19. Que el acompañante de otro paciente, se levanta 15 minutos antes para ganarme el puesto en la ducha, pues aprovecha que yo hago ejercicio antes del baño. Que cuando me acerco al puesto de enfermería, no me miran porque saben que voy a limpiar mi celular y billetera con pañitos desinfectantes antes de ingresar al cuarto. Que saben que todavía mi madre pide helado para el postre de la tarde, pero en realidad es para mí, pues ella solo le da un par de toques y lo deja… Entre otros detalles que paso por alto ante mi ceguera pesimista.

 

Semana 8

Hace más de un mes salimos del hospital. Ya había olvidado que escribí este semanario y que lo había empezado. La recuperación de mi madre es demasiado lenta, incluso pierdo la esperanza, o se enceguece como su piel oscurecida por el tratamiento. Come poco y lo que come, en la mayoría de veces le cae mal, por lo menos así ha sido hasta hace tres días, cuando empezó a disfrutar los platos que mi padre prepara con alto esmero, y de los cuales se siente profundamente orgulloso. Él los disfruta tanto como si otra persona lo hubiese hecho en obsequio o en invitación. Por mi parte también estoy feliz de volver a la culinaria familiar, de volver al jardín y de volver a mi encierro, pues la cuarentena continúa, no porque la pandemia así lo dicta, sino a causa de los cuidados con mi madre.

Todo parece borroso ahora. Parece que no recuerdo ni el sonido de la fuente, ni la sensación de cruzar el largo pasillo enfrente del puesto de enfermería, la espera en la silla al turno de ducha, el sofá donde dormía, el ruido inagotable del aire acondicionado que tanto hizo sufrir a mi madre con su violento frío. Pero recuerdo con claridad la forma de los números de la habitación 1335, perfectamente escritos sobre el fondo blando del letrero en la puerta. Recuerdo esa antesala de desinfección donde dejaba mis zapatos y me tenía que lavar las manos y, recuerdo en particular el rostro somnoliento de mi madre entre las sábanas de la cama, con mejillas inflamadas y ojos cansados.

Ahora en casa, las sensaciones vividas, todas ellas, parecen como un fantasma de otra vida, así como el ventanal de la alcoba mirando al sur del Valle de Aburrá, donde el panorama era interrumpido por la palidez del bloque A del hospital. El salto entre los días de cuarentena clínica y cuarentena hogareña, han sido eso, un salto de un capítulo a otro, donde las páginas intermedias no eran más que dibujos mal logrados, difusos… Pero esa es mi voz, mis padres tienen otra. Sé que están felices, quizá más que yo, en especial mi padre, quien soportó su sombra como compañía en nuestra ausencia. No es un hombre para la soledad, y yo me jacto de serlo, pero únicamente porque no la conozco y es probable que esté en mi porvenir. No tendré a alguien como yo acompañándome en caso de sufrir un episodio como el de mi madre, no tendré a quién extrañar cuando deambule solo, porque no hubo quién estuviese en un principio. Parece autocompasión, no. ¡Vamos! Solo es realidad, la más sensata y aburrida, al igual que una cuarentena en un hospital.


Photo by: Toshiyuki IMAI ©

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