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Ernesto Cardenal
Photo Credits: Jorge Mejía peralta ©

El día que no conocí a Ernesto Cardenal

Nicanor Parra, en contra de todos los expertos en longevidad y artes matusalénicas, murió el 23 de enero de este año. Muchos asumimos que su antigüedad de montaña lo había fijado a la tierra de forma inequívoca.

Lo mismo pasó con mi bisabuela: se murió, aunque parecía imposible porque también tenía más de cien años. Inclusive cuando nos anunciaron que no se había despertado y que en el hospital le diagnosticaron un derrame fulminante, no creíamos en su muerte. Ocurrió que algunos pagos del seguro no estaban en regla y quedó en ese estado de semiinconsciente delirio por varios días en un corredor. Eso solo vino a confirmar su resistencia sobrehumana a la muerte. Cuando de verdad falleció, tuvimos tantos procesos lógicos que no hubo campo para los sentimientos. Solo se nos confirmó que uno no se muere después de los cien años. Uno se va desvaneciendo de forma tan gradual que solo se pueden usar los gerundios que colocaríamos en enunciados como “la pintura de la pared se está secando”.

En marzo del año pasado viajé a Nicaragua y perdí una oportunidad que la lógica y las ciencias de la salud me confirman como irrepetible. Como todo viaje está lleno de opciones en un tiempo demasiado corto, conocer un punto de interés es ignorar el otro. Por ello, pude ir a Granada y no a León donde me esperaba la tumba de Rubén Darío.

Pero el león de piedra, el laurel parnasiano que no se marchita y la lira (que está bien resguarda bajo la respiración pausada del felino) van a seguir de pie hasta mi próxima visita. La otra oportunidad que perdí da más remordimiento por dos razones. La primera, ya la mencioné, que es la mortalidad. La segunda, porque bien me habría dado tiempo de hacerlo.

El hecho fue que acabamos en el restaurante más lento de todo el litoral del lago (quizás del universo, pero eso está por comprobarse aún), porque algunos del grupo buscaban comer el afamado guapote, sin importarles la cantidad de mercurio que tiene. Un joven poeta managüense, señaló que el archipiélago de Solentiname estaba a un par de minutos de ahí.

Como dije, la logística no era el fuerte del lugar y cuando la mitad de la mesa había terminado de comer, al resto apenas les servían. Aproveché para escapar con una amiga y apenas nos acercamos al puerto para tomar fotos, un guía nos ofreció a precio barato un tour. Entonces volvimos a ver al bus con miedo de que se fuera sin nosotros, aunque nos aseguró que durarían solo media hora. Jamás pensamos que los últimos en comer acabarían como dos horas después.

Ahora que busco Solentiname en el mapa, dudo de la veracidad de mis propios recuerdos. Está al otro lado del lago. Eso no es de extrañar durante los viajes: alguna vez Hillary Clinton aseguró aterrizar en Bosnia bajo el peligro de francotiradores, cuando en realidad la recibió una apacible ceremonia de inauguración. Ni hablar de que no me imaginaba ninguna otra escena de que Cardenal estuviera, con su boina negra, saludando desde la orilla a todos los barcos turísticos.

Pero en las posibilidades siempre importa más lo que no pasó que lo que sí. La posibilidad es la madre de los arrepentimientos. Ahora solo puedo esperar, a pesar de las ciencias duras, a que el poeta del Canto cósmico llegue a los cien años para que ya no pueda morirse.


Photo Credits: Jorge Mejía peralta ©

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