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Gustavo Gomez Velez

Un día de éstos mataré a mi etcétera

—Un día de éstos mataré a mi etcétera. Lo prometo, te lo prometo. Es que esta palabra que en latín significa “lo que falta” “lo demás” me tiene harta. No la soporto. Viene inmiscuyéndose en mi vida, en mis deliberaciones, se las arregla para saltar de mi lengua, es una metiche, una desgraciada que no tiene consideración. Yo siempre había tenido un lenguaje bastante moderado y, hasta puedo decirlo con modestia, amplio. Inclusive Héctor Hugo, mi esposo, dice que por qué no me dediqué seriamente a enseñar en algún colegio, que yo era buena con las palabras y que eso se notaba cuando la gente se quedaba alelada cuando yo asumía el hilo de las conversaciones.

Yo creo que el asunto viene de mucho atrás. Recordándolo bien, de antes de casarme. Héctor Hugo es muy distinto en cuanto a hablar se trata. Él es más parco, poco expresivo, yo en cambio me regodeo más, no es que sea una intelectual que va, solamente que me gusta el buen decir. Por eso no sé a qué ha venido esta incertidumbre de los últimos días.

Cuando Héctor Hugo y yo apenas salíamos, que apenas nos estábamos conociendo; y lo digo en el modo de ser, que es el modo de plantear los sentimientos y de utilizar las palabras justas para lo que son, fue cuando él me insinuó que nos amáramos. Éramos unos jovencitos preuniversitarios y estábamos embelesados el uno con el otro. Y me dijo, porque lo recuerdo muy bien; yo siempre guardo en mi memoria ese tipo de situaciones, no sé si será cosa de todas las mujeres, pero no olvido esos detalles. En la taberna de Lucas. Héctor Hugo tomándose un aguardiente y yo saboreando mi vino tinto. Entonces dijo:

—Mirá Isabel… Nosotros llevamos varios meses saliendo…

—Seis—repliqué yo—. Seis meses exactamente.

—Ah, sí, seis… Bueno y nos hemos entendido bien, y a veces, yo sé que no soy muy poético para estas cosas, pero he tenido algunos sueños, bueno, quiero decir, sueños al principio muy tiernos, ¿me entiendes, Isa?, sueños de tú sabes, pero nada vulgares, muy a lo que uno lee en las novelas, claro que yo no leo nunca novelas, pero por lo que tú me has contado, esos amores como todos mágicos. Es que no te había podido decir nada porque creí que podía chocarte, pero es que me siento muy a gusto contigo, Isa… Y obviamente he tenido ganas de… cuando nos estamos besando ahí, en la puerta de tu casa, ganas como de… y me resisto, pero sería muy maravilloso que ahora, es temprano y podríamos ir, espero me estés comprendiendo, sin ofenderte, y bueno, tomamos un taxi, el lugar es bonito… y allí etcétera…

Yo casi me lo como vivo, quiero decir, mientras él iba buscando cómo decírmelo, encartado con las palabras que yo estaba esperando hace tiempo, pero me entretenía con la copa de vino, haciendo que tomaba y no tomaba, y ni lo miraba a los ojos para que él no se enredara hablando. Y yo no sé si lo sorprendí, porque lo que le dije fue:

—Está bien, dejémonos de enredos y vamos a hacer el “etcétera” que tú dices.

Yo creo que lo disfruté más que Héctor Hugo, porque estuvo incómodo todo el rato. Seguro pensaba que yo le iba a responder que todavía no, que esperáramos un poquito, y esas otras frases de cajón que solemos decir algunas mujeres. Claro que nosotras, en muchas ocasiones vamos directo al grano, nos ocupamos de los detalles. Los hombres lanzan la piedra y nosotras tenemos que recoger los vidrios.

Yo no esperaba que el tal “etcétera” entre Héctor Hugo y yo fuera a ser lo que nos faltaba. Y sí que nos faltaba. De tal suerte que practicamos el “etcétera”, al comienzo cada mes, por prudencia. Una hay veces en que no quiere darlo todo. Pero la curiosidad hace mella hasta que la emoción revienta. Luego etceterábamos cada semana, y empecé a preocuparme porque el “etcétera” se fue convirtiendo como en el único tema de nuestras conversaciones. De modo que me puse depresiva.

Vino entonces ese otro mecanismo nuestro de querer hablar de muchas cosas distintas tratando de no caer en la trampa. Leía desaforadamente para mantener entretenido a Héctor Hugo; aunque debo reconocer que no era tan complicado hacerlo, él disfrutaba con mi forma de contar las cosas y hasta gozaba con los argumentos que iba narrándole. Tuvo mucha paciencia. Como tú sabes, ninguno de los dos terminamos la carrera. Él hizo tres semestres de Ingeniería Civil y yo me retiré del quinto de Ciencias Sociales. Todo porque llegó la otra charla que tuvimos y de la que tampoco olvido los detalles.

Por aquel tiempo Héctor Hugo trabajaba en una firma de Ingenieros como maestro de obra. Le iba relativamente bien. Yo estaba en el quinto semestre y con muchas ganas de vivir y conocer otras cosas. Ustedes, los compañeros hablaban mucho conmigo porque no me achantaba con los temas que ponían. Había un compañero que me gustaba, Víctor, creo que lo conociste, claro que eso no lo sabe Héctor Hugo. Tal vez si yo hubiera alcanzado el sexto semestre de seguro que se hubiera enterado, porque ese hombre me encantaba. Pero vino Héctor con sus palabras.

—Mirá Isa. Llevamos como siete años de novios y a mí esto me está poniendo nervioso. Es que ya casi no salimos. Yo trabajando y tú estudiando. Ni los fines de semana porque tienes trabajos de campo y esas cosas de tu carrera. No quiero que nos cansemos de hablar para ponernos de acuerdo si nos vamos a ver o no. Bien que mal, hemos ido entendiéndonos. Es que me está entrando una rasquiña en el corazón que ya no me aguanto. De manera que yo quiero que nos organicemos antes de que te canses de mí o de que conozcas a un tipo por ahí bien conversador y bien intelectual, que te hable de novelas, de cine y de asuntos que a ti te gustan. Por eso es mejor que nos vamos plantando, nos conseguimos un lugarcito, nos vamos yendo y etcétera.

Yo creo que esa vez también lo tomé por sorpresa cuando le dije que bueno, que si eso era lo mejor para los dos que estaba bien. Además yo le había visto una cara de esas que si le decía que no, él se aburriría de esperarme. Claro que yo le puse como condición que el asunto del “etcétera” tenía que ser medido, que no se fuera a aprovechar de que ya fuera su esposa para etceterar todos los días, ni de fundas. Y bueno, él aceptó, y así nos fuimos yendo un tiempo. Pero me asaltaba la duda de mi compañero, porque yo después de casada nada de nada con otro. Y el haber dejado mi carrera en el quinto, me ayudó a guardar fidelidad, porque la economía estaba dura y comencé a pasar trabajos en computador para ganarme unos pesos y ayudarle a Héctor Hugo.  Y me rondaba la idea del “etcétera” y un día me dio por preguntarle a Héctor Hugo si él había tenido algo por ahí, pero me supo a cacho. Ese hombre se puso rojo de la furia, yo nunca lo había visto así, y me dijo que cómo era eso, que qué clase de pregunta era esa, que él trabajando todo el día con qué tiempo se iba a poner con esas cosas. Y asunto terminado. Yo creo que eso empezó a disgustarnos. Ninguno de los dos hablaba del tema. Luego pareció perder relevancia cuando surgió la otra conversación.

—Mirá Isabel, yo creo que estamos mayorcitos para afrontar responsabilidades, llevamos un año de casados…

—Año y tres meses—le dije yo.

—Bueno, año y tres meses. El caso es que ya es hora de que vamos creciendo como familia. No debemos esperar. Y siempre hace falta un poco de alegría en la casa. Por qué no le damos a la intentona, tu sabes, y bueno, etcétera…

De modo que empezamos a etceterar y quedé embarazada. Héctor Hugo feliz. Empezamos a sentirnos acompañados, porque valga decirlo: cuando una pareja pierde motivaciones, un hijo es el pretexto para sus soledades. Sólo te digo que ahora tenemos un hijo pero poco etcétera.

Para resumirte, te diré que me he vuelto una maniática. Ando todo el tiempo corrigiendo a todo el que me habla caminando por las ramas, trato de que nadie mencione aquellos términos que quieren ocultar la verdad de lo que se piensa. Eso de que “en fin”, “tu me entiendes”, “la cosa es esto y aquello, la cosa va por otro lado” o “para qué te explico si tú sabes de eso más que yo”. Los detesto. Ah, no te había dicho, la próxima vez traigo a mi hijo. Se llama Víctor Hugo. Un poco por el gran escritor, otro poco por mi esposo y un tantito por nuestro compañero de universidad, que mejor después te cuento, ya debes imaginarte, tú me entiendes.


Este relato pertenece al libro “Usted no tiene quien me quiera”, primera edición.

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