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paola maita
Photo by: Alexandru Paraschiv ©

Deus ex machina

02/07 18:20

Hace una hora leí la noticia de Rufo Velandría, el joven venezolano de 16 años que perdió sus ojos. Un Guardia Nacional le disparó en la cara porque estaba protestando por falta de gas en su casa.

En este momento, leo un libro y no puedo dejar de pensar qué haría sin mis ojos.

Podría escribir un texto florido sobre cómo esta noticia me hizo dar gracias por tener ojos, y convertirlo en una «lección de vida». Claro que podría hacerlo, pero ¿No sería egoísta? Parecería que solo me miro mi propio ombligo si de todo esto solo pudiese decir «esta tragedia ajena solo me enseñó a agradecer por tener visión».

Sería un enfoque muy fácil que buscaría una lágrima fácil, un texto complaciente con aquel al que Venezuela no le suene a otra cosa que no sea un bonito país caribeño, un lugar que no le duela.


03/07 07:51

Amanecí con el alma golpeada, como si fuese posible que me la hubiesen sacado del cuerpo y le entrasen a golpes. Siento que la miro como una tubería que gotea, y que no quiero llamar al plomero. Quizás pueda componerla de alguna manera.

Cierro mis ojos mientras voy en el tren y la cara de Rufo se me aparece proyectada en el rosado de mis párpados enseguida. Quiero algún tipo de palate cleanser que me quite esta imagen de mi cabeza, algo que me diga que esa imagen salió de la imaginación muy macabra de alguien, del director de alguna película de gore.

Por una parte, no quiero perder la capacidad de asombro ni dar toda esperanza por perdida. Por otra, quiero engrosarme la piel y que estas cosas no me afecten. En el medio, estoy yo, la que escucha el altavoz anunciando su parada de tren, la que intenta renunciar a los horrores de una dictadura.


05/07 16:30

El mismo tren que me vio hace unos días intentar sacudirme la imagen de Rufo, me ve ahora llorar.

No había comprendido que el antojo que tengo desde hace días de escuchar música de bandas venezolanas como La vida bohème, Masseratti 2lts, Amigos invisibles y Famasloop no era solamente visceral… Hizo falta que le hiciese caso a las recomendaciones de Spotify y que escuchase Serenata Guayanesa, la música que podría ser la banda sonora de mi infancia, para que todas las piezas cayesen en su lugar.

Estoy en duelo. El país de mi infancia, el que suena a “El sapo” ya no existe. El que esperaba vivir en mi adultez tampoco. El que está allí, al otro lado del océano, está poblado de monstruos desconocidos que devoran ojos de niños y que pueblan mis pesadillas.


09/07 20:03

Me siento a revisar mis notas para la crónica de esta semana. No he podido dejar de pensar en que mi país se muere.

A pesar que hace unos años haya escrito que teníamos que asistir al funeral del país más rico del mundo, eso no quiere decir que no hubiese inconscientemente algún tipo de deseo de una solución caída del cielo, sin importar si es coherente o no, una que detuviera todo y nos devolviese un país que nos permitiese soñarlo y no tener pesadillas con él.

Al lado de la computadora tengo “El año del pensamiento mágico”, el libro de Joan Didion que apenas estoy comenzando. En él, ella narra cómo vivió el duelo de la muerte de su esposo.

La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba…

Estas frases resumen lo súbita que le resulta el fin de la vida después de haber visto a su esposo morir ante sus ojos de un ataque al corazón. Habla sobre las ideas absurdas que le surgieron a raíz de este suceso, como que no quería botar sus zapatos porque él podría necesitarlos de nuevo si volviese.

Aunque quisiera, no podría juzgarla. Cuando estamos en duelo, nos aferramos a cualquier cosa que nos dé la esperanza que algo de lo que se fue podrá volver. Un par de zapatos, credenciales, documentos de identidad vencidos… Todas ideas irracionales que necesitamos para mantenernos a flote por un rato.

Se supone que como psicólogo, entiendo el duelo. También se supone que en terapia he elaborado mis propios duelos abiertos… En papel, eso tiene perfecto sentido. La realidad es que no puedo comenzar a elaborar un duelo sobre un país agonizante, cuyo cada respiro podría ser el último, que no sabemos si lucha, solo resiste o se extingue.


Photo by: Alexandru Paraschiv ©

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