Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Daniel Campos
Photo Credits: Burton Wang ©

Despedida interoceánica en aguas neoyorquinas

Zarpamos del muelle 11 en South Street en la barca que nos llevará a Rockaway Beach. El cielo resplandece como un zafiro iluminado por el sol estival de media tarde. Nubes altísimas y dispersas dibujan signos abstractos. Las gaviotas nos comunican, por medio de sus vuelos, mensajes cifrados de los dioses pero yo no sé descifrarlos. ¿Qué nos traerá el futuro? Mejor vivir el presente. Conforme nos alejamos del muelle ella observa las islas de la bahía, los puentes que cruzan el East River y el paisaje urbano de Brooklyn, cada vez más arañado por rascacielos. Sentado frente a ella, yo miro hacia la popa. El perfil del bajo Manhattan aparece cada vez más amplio y panorámico pero yo la observo a ella: cabello corto y lacio, muy negro, con mechitas que caen sobre su frente; cejas arqueadas que enmarcan sus anteojos oscuros de diva y alargan su rostro ovalado; piedras turquesa en los aretes; cadenita de oro en el cuello; vestido veraniego de lino azul lavanda que contrasta con la dorada piel de sus hombros y brazos descubiertos; manos pequeñas de dedos finos recogidas sobre su regazo; y sonrisa amplia y espontánea, esa sonrisa que ha alegrado mis últimos tres años neoyorquinos. Recuerdo cuando la conocí en una fiesta de año nuevo en Japan Society, donde ambos estudiábamos japonés. Recibíamos el año del caballo y ella lo iluminaba desde el principio con su sonrisa radiante como sol tropical de Asia. Recién llegaba de Taiwán y buscaba amigos que humanizaran esta ciudad cosmopolita pero a menudo indiferente.

La barca pasa por debajo del puente Verrazano. Éste atraviesa el estrecho que divide la bahía alta de la baja. Hacia la proa miramos cómo “se abre ancha la mar”. La barca gira a babor bordeando la punta del faro y navegamos por todo el frente de Coney Island. Los juegos mecánicos giran y giran en el parque de diversiones. Gran multitud de gente camina por el paseo tablado y bañistas chapotean en las olas o se broncean en la playa. Se me viene a la mente un feriado de Labor Day, a principios de setiembre. Nuestra amistad ya había pasado el año de la oveja e iba por el del mono. La habíamos cultivado compartiendo sabores taiwaneses, aromas japoneses, sonidos irlandeses y brasileños, vistas de volcanes y playas costarricenses, abrazos, lágrimas y risas. Ella ya se sentía en casa en Nueva York. Aquel lunes quedamos de cenar en una terraza cercana a Prospect Park e ir luego a ver el último espectáculo de juegos pirotécnicos del verano en Coney Island. Pero yo me atrasé. De todos modos cenamos tranquilos, disfrutando nuestra conversación fluida, mientras la tarde moría y el cielo se tornaba azul cobalto. Por ello, cuando por fin nos acercábamos en tren a la estación del Acuario, vimos desde nuestro vagón cómo se iniciaba la explosión de hanabi, o flores de fuego, sobre el negro océano. Cuando llegamos corriendo al paseo tablado, los fuegos artificiales habían acabado. Me sentí pésimo pues ya sabíamos que era su último setiembre en Nueva York. Pero ella me miró con ternura y me sonrió.

Hemos desembarcado y ya caminamos descalzos por Rockaway Beach. El Atlántico nos canta con el reventar de sus olas. Pisamos la arena blanca y tibia pues la arena humedecida por el vaivén de las olas gélidas está demasiado fría para nuestros pies tropicales. Le pregunto qué siente al acercarse el momento de su mudanza a la isla de Honshu en el Japón, allá en su océano Pacífico. “Entusiasmo, esperanza, incertidumbre, nostalgia y un poco de temor”, me responde. Mientras escucho su voz suave matizada por el murmullo de la brisa y el mar, nuestras sombras se alargan cada vez más hasta que las olas llegan a bañarlas, como si las manos del océano que nos unió quisieran acariciarlas. Por momentos ella camina más rápido que yo y nuestras sombras se separan. Pero es prematura esa separación. Quiero estar presente y a su lado. Apresuro el paso y mi sombra alcanza la suya.

Hemos cruzado la angosta península de Rockaway desde el lado del océano hasta el de la bahía de Jamaica. Atravesándola, en el horizonte, un poco al suroeste de Manhattan, ya se pone el sol. Pinta las altas nubes de tenue aguamarina y la línea del horizonte de anaranjado intenso mientras deja una estela de oro sobre el azul plateado de las aguas de la bahía. La miro contemplar la escena. El brillo de la luz al atardecer enfatiza aún más el dorado de su piel. Sonríe, apacible. Pronto ella abordará su avión y se marchará a ver el sol nacer sobre la bahía de Tokio. ¿Adónde y cómo recibirá el año del perro? Me alegraré por ella y extrañaré su sonrisa. Pero me concentro en permanecer presente. Todavía estamos en el año del gallo y aún nos quedan algunas horas juntos.


Photo Credits: Burton Wang ©

Hey you,
¿nos brindas un café?