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Desembarco en Normandía

La mujer se ajustaba las tiras del traje de baño blanco, y avanzaba entre los cadáveres dando saltitos. Se volvía para mirarme. Yo seguía parapetado detrás de un médano. Creo que me miraba para ver si me había arrepentido. Seguí ahí el resto de la tarde, estudiándola, cruzado de brazos. Ella se metió en el mar. Lo hizo lentamente, como si temiera pisar una mina subacuática. Le desaparecieron las rodillas, la cintura, el agua le cubrió los hombros desnudos. Repitió aquella escena infinitamente.

Cuando regresaba del chapuzón, debajo del corpiño mojado se le marcaban los pechos erguidos, los pezones. Bajé del médano, me acerqué, le pregunté si podía pararme junto a ella, si podía examinarla. “Sí”, dijo. Fue entonces cuando descubrí las escamas naciendo a la altura del cuello, y cada punto circunvalando el botón endurecido; eran como monedas caladas en sulfito de seda. Los dos estáticos, como si yo fuera un muerto o un retardado mental, como si necesitara todo eso para desearla, tomarla de la mano, llevarla a un hueco entre los médanos. Salvo que a esa hora el viento daba frío, y ella era una sirena, y mis compañeros habían muerto pensando fugazmente en sus seres queridos, sin imaginar siquiera que existían las sirenas.


Photo Credits: Valentina Bellomo

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