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esteban ierardo
Photo by: James ©

Descartes en su invierno sueco

La vida de los filósofos no es solo la de sus ideas. Su camino, siempre, es condicionado por su época; y el relato de su muerte es tan significativo como el tiempo de su plenitud.

Descartes es el arquitecto del racionalismo moderno. Su instante final le sobrevino el 11 de febrero de 1650 en Estocolmo, entre un invierno de hielo y nieve, y por una letal neumonía.

La narrativa de la gloria del filósofo francés y también de su final es la que teje con solidez y generosidad de fuentes documentales, el libro El invierno sueco. El último viaje de René Descartes, ed. Letra viva, de Matías Wiszniewer (1).

En esta obra, la propia voz del filósofo convoca su pasado, navega en su presente, y viaja hacia su destino final. Su travesía comienza en 1649 al meditar el pensador sobre la ejecución del rey Carlos I de Inglaterra, mientras se halla en la abadía de Egmond Binnen, en la Holanda septentrional. Mediante apostillas, la estructura narrativa reconstruye la biografía del filósofo en sus grandes momentos, desde sus estudios en el Colegio de La Flèche, en la región de París del Loira, pasando por su participación en la Guerra de los Treinta años, La Fronda, sus sueños y viajes, su peregrinación a Loreto, su paso por Roma, París, hasta su exilio en Holanda donde, alguna vez, conoce a un joven Pascal, y a Elizabeth de Bohemia, hija del elector palatino destronado que también vivía en tierra holandesa.

La vasta recreación concluye con unas “Apostillas desde Buenos Aires en el siglo XXI”, entre cuyas muchas y delectables precisiones históricas se nos avisa que “el minucioso análisis sobre el funcionamiento de las pasiones del alma y de su relación con el cuerpo realizado en ese tratado (el Tratado de las pasiones, 1649), convierte a Descartes en uno de los primeros “psicólogos” o “terapeutas del alma” de Occidente”.

Historia, filosofía, narración literaria se encastran en una lograda unidad textual. Y en su evocación de lo vivido, el Descartes maduro reconoce que su corazón sigue latiendo en el colegio de La Flèche, fundado por Enrique IV, dirigido por los jesuitas y en el que el filósofo recibió una inicial formación aristotélica y escolástica.

Luego germinarán sus inquietudes filosóficas, matemáticas, ópticas, o físicas (con su aporte al mecanicismo). El mapa de las capacidades de un intelectual de origen francés y católico, pero que en tanto pensador moderno lo que lo anima es la voluntad de argumentar y razonar, de fundamentar y demostrar en términos lógicos.

Por eso en la rememoración de su viaje a Italia y su peregrinación a Loreto, la obra reseñada recuerda la regla II de las Reglas para la dirección del espíritu: “Conviene ocuparse tan solo de aquellas cosas sobre las que nuestros espíritus parezcan capaces de obtener un conocimiento cierto e indudable”. Saber de la certeza que solo adviene por el razonamiento, por el filosofar. No por el teologizar.

Descartes construyó un sistema en el que la razón llega a un nuevo principio fundante de la filosofía ajeno a toda duda, pero luego de apelar a la duda misma como método. Ese principio es el célebre “pienso por lo tanto existo”, pero con Dios como garante último del pensamiento que se cristaliza en las Meditaciones metafísicas, escritas al abrigo de la paz y tolerancia holandesa en 1644, luego de otro hito de su evolución El discurso del método, 1637.

Lo cartesiano así será sinónimo de la superioridad de la razón, que relegará al cuerpo y sus sentidos a una realidad secundaria, en la que nunca puede brillar la gema del conocimiento verdadero. El famoso dualismo o separación entre mente y cuerpo del pensador de la duda metódica.

En El invierno sueco, Descartes deviene pensador viajero en su marcha hacia el destino escandinavo. En ese derrotero se mueve desde Holanda hacia el Mar del norte, el río Elba, Hamburgo, el estrecho de Skagerrak que separa el sur de Noruega de Dinamarca en la península de Jutlandia; y el estrecho de Kattegat; Øresund y Copenhague. Y el pensador nómade, en su crepúsculo, también se desplaza por el Mar Báltico, Danzig, y Frauenburg, un pueblo en el norte de Polonia, en el que se alza el antiguo campanario de la Torre Radziejowski  desde la que Copérnico “indagó incasablemente los límpidos cielos estrellados que se observan desde este lugar y revolucionó el cosmos”.

Y la final llegada a Estocolmo.

Y el encuentro con la extraordinaria reina Cristina de Suecia, que gobernó su país entre 1632 a 1654, y que finalmente abdicó y se convirtió al catolicismo, abandonando su primera fe protestante. Hija de Gustavo II Adolfo, poco le interesaban las joyas, el fasto y las ropas señoriales. Dormía poco y por largas horas al día se concentraba en los deleites de la lectura.

Mujer librepensadora, de viva inteligencia y curiosidad intelectual, su fama de generosa mecenas, atrajo hacia su corte a muchos intelectuales. Así Descartes llegó a la capital sueca luego de un intenso intercambio epistolar con la reina intelectual. En esta ciudad Descartes concluiría su última obra, el ya mencionado Tratado de las pasiones, dedicado justamente a Cristina de Suecia. Y el vínculo entre el pensador y la reina es representado en Descartes en la Corte de la reina Cristina de Suecia, de Louis-Michel Dumesnil, hoy en el Museo Nacional del Palacio de Versalles.

En la latitud escandinava, al fin de su itinerario de tantas cavilaciones y rupturas con la mera fe, el padre de la filosofía moderna descubrió que su razón filosófica no pudo protegerlo de algo superior. No de Dios, sino del clima. El frío socavó su biología, lo acomodó, rápido, bajo una lápida. Desde entonces, su pensamiento sobrevive a su corazón que se detuvo en un invierno sueco.


(1) Matías Wiszniewer es Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires, y estudió Historia de la Filosofía en la misma universidad. También fotógrafo, es autor del libro Vericuetos del Espanto, filosofía de la tragedia y la revolución, Ediciones del signo. Para conseguir Invierno sueco, link: https://inviernosueco.ar/donde-consigo-el-libro


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