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Hector Ordonez

Desayuno de navidad

Mis fechas decembrinas siempre han tenido pocas variaciones durante casi toda mi vida. Año con año viajo a la ciudad de Tapachula, Chiapas, de donde es oriunda la mitad de mi familia. Se trata de una ciudad urbanizada, apenas a dos horas de la caseta que conecta a México y Guatemala, una autopista de cuatro carriles por la que debajo corre el río Suchiate, donde ininterrumpidamente migrantes se encuentran cruzando el arroyo en cámaras de llantas. No es un río muy ancho en realidad, pero sí muy caudaloso. Del lado mexicano, el primer pueblo tras las orillas del Suchiate se llama Ciudad Hidalgo, donde se percibe una pobreza muy extrema, así como la presencia de grupos criminales dedicados al narcotráfico y a la trata de personas. Sin embargo, Tapachula, la ciudad donde mis abuelos viven, puede ser considerada la primera ciudad mexicana después del límite fronterizo. Es muy urbanizada y cuenta con cinemas, centros comerciales, restaurantes de comida rápida y todos esos intentos que una ciudad acostumbra para parecer moderna.

Desde muy joven encontré evidente la figura del fenómeno migratorio en la ciudad. Es cotidiano ver a ciudadanos guatemaltecos en los centros comerciales, y en general a centroamericanos caminando por las banquetas, en las mismas cantidades que los mexicanos. Algunos de estos migrantes se dedican al ambulantaje, otros más están ya envueltos en actividades más denigrantes como la prostitución o el trabajo infantil, y todos ellos en alto riesgo de caer en las redes de la trata. Uno de los síntomas más severos de todo este paisaje es la normalización de esta crisis, que año con año, es más aguda. Y es entendible, quizás, pues la posición geográfica de Tapachula convierte todo esto en un fenómeno inevitable, más aun tratándose de una ciudad que padece algunas muy puntualizadas consecuencias del tercer mundo; la prostitución y los elevados índices de VIH/SIDA, el trabajo infantil, y la condición de calle, sólo por citar algunas.

Sin embargo, este año, son varios los factores que me impulsaron a escribir estas líneas. El principal, fue la ruptura de mi teléfono celular en pleno veinticuatro de diciembre, que lo volvió inservible. A sabiendas de que mi novia, familiares y algunos amigos, no me perdonarían quedarme incomunicado en el día de nochebuena, me vi en la necesidad de buscar un repuesto con la misma línea telefónica. Salí de la casa de mis abuelos, que se ubica en pleno centro de la ciudad, hacia una tienda departamental barata, con muchas secciones e incluso un banco donde se pueden hacer y cobrar giros de y hacia otros países. Eso explicaba que en esta plena fecha, el negocio se encontrara a reventar.

Hice la menor fila posible en búsqueda del celular más barato con las características que admitiera mi chip. Al externar a la señorita dependiente mis intenciones de solo escoger un teléfono y pagar por él, agilizaron su servicio para deshacerse de un cliente más en aquel abarrotamiento.

Ya en la fila hacia caja, delante de mí estaba un muchacho de raza negra y casi dos metros de estatura. Su español era malo, sin embargo, lograba comunicar claramente que estaba en desacuerdo con la marca del chip que le estaban ofreciendo para su celular. “Este es el que te va a servir en Estados Unidos”, usaban como excusa las vendedoras para dejarlo sin opciones, además de las nulas intenciones de ofrecerle algo más. “¿Por qué le ponen ese si les está diciendo claramente que quiere otra compañía?”, pregunté. La respuesta fue tan inverosímil que ni siquiera la recuerdo. Fui igual de ignorado que el muchacho. “¿Cómo te llamas?”, le pregunté al joven migrante. “Ozzly”, me respondió, aunque logré entenderle hasta la tercera vez que lo repitió. Entablamos una conversación breve. Le pregunté de dónde venía. En las calles de Tapachula ahora es común también ver gente de raza negra, algo que no ocurría hace diez o cinco años. Pero a nadie parece importarle.

Ozzly era de Haití y tenía más de un año viajando. Desde que a su país lo derrumbó un terremoto comenzó a viajar en las condiciones más precarias para llegar a Estados Unidos, un país que aún ilusiona a Latinoamérica a pesar de sus discursos segregacionistas. De Haití había llegado a Brasil, y desde entonces había emprendido camino hacia el norte. Le tomó más de un año llegar a la primer ciudad mexicana.

Mientras yo me sorprendía cuando mencionaba una larga lista de países que había recorrido para estar parado en aquella tienda, las señoritas vendedoras terminaban de activar mi nuevo celular, pero yo le prestaba más atención ahora al joven haitiano, quien también se había resignado a pagar el servicio que en un principio había renegado. Quizás, al igual que yo, prefería deshacerse a como diera lugar de las filas y de esas señoritas un tanto odiosas.

Este recién terminado 2016 tuvo una afluencia que rebasó incluso a la indiferencia que caracteriza a esta zona chiapaneca, la llegada de africanos a esta ciudad.

Sin explicaciones, de pronto el fenómeno migratorio de Tapachula ya se había conectado con el cruce del océano Atlántico también. Algunos medios, en octubre, mencionaron la acumulación de hasta veinte mil africanos en la ciudad[1], mientras que desde otro ángulo se informó que llegaron a registrarse incluso 500 ciudadanos diarios ingresando, provenientes de este lejano continente[2].

Algunos vecinos de mis abuelos me comentaron que era casi increíble y surreal ver las calles del centro con gente de raza negra de más de dos metros de altura, delgados y muy diferentes a lo antes visto, en muchedumbres. Parecía, pues, que por fin la crisis llamaba la atención de una sociedad anestesiada, acostumbrada a ser testigos de muchas caras de la miseria. Sin embargo, estos mismos vecinos me dijeron que la misma espontaneidad que trajo africanos a Tapachula, los había desaparecido. Hoy los inmigrantes de color también abundan, pero provienen en su mayoría de Haití, aunque sería difícil diferenciarlos.

Invité a Ozzly a desayunar. Aunque al principio se resistía, diciéndome que estaría ocupado y que tenía la necesidad de ir a comprar otras cosas, le dije que tarde o temprano debía hacer una pausa para comer, y que no tardaríamos. Y en realidad así fue. Intenté practicar un poco mi francés con él, pues era su lengua materna, y cuando él me preguntó a qué me dedicaba yo, vacilé, y le dije que era escritor, o que intentaba serlo. Hablamos de cosas inverosímiles. Del calor húmedo y terrible de la ciudad de Tapachula, que en el verano puede llegar a los treinta y cinco grados… y de cómo rompí mi celular. Casi al final, estrené mi plan de internet en el móvil para mostrarle los datos del refugio del padre Solalinde en Oaxaca, y le dije que en algún momento podrían ayudarle mucho ahí si su camino coincidía. No pude advertirle que se encontraba en un país sumamente racista, peligroso, donde los migrantes son presa fácil para el narcotráfico, que amenaza con secuestrarlos, reclutarlos o simplemente asesinarlos y convertirles en fosas comunes. Quizás debí hacerlo. O mostrarle más teléfonos o direcciones de otros refugios para migrantes. Pero no lo hice. Nuestra plática fue un momento más honesto y real como para enfocarlo en desvividos intentos de auxilio humanitario. De haberme encontrado a Ozzly en otras circunstancias, en un bar, por ejemplo, el tipo me habría simpatizado, y hubiera tomado una cerveza con él para charlar sobre el clima. Él era honesto.

No tardamos más de quince o veinte minutos en comer unos sándwiches y despedirnos. Reflexioné camino a casa de mis abuelos sobre mi necesidad de ir a comprar un celular para no estar incomunicado en veinticuatro de diciembre. Espero deshacerme pronto de las necesidades creadas, que son en buena medida las causas de que el sistema socioeconómico sea tan desigual y genere consecuencias como las de la gente de África, o de Haití, cuya principal desventaja, fue la mala suerte de nacer en un país tan castigado. Al mismo tiempo pensaba lo orgulloso que estaría Jesús de mí por aquello de la otra mejilla y compartir comida en plena nochebuena, día de su nacimiento, pero está el detalle de que soy un profundo ateo y la fecha de estos hechos para mí apenas significó una coincidencia.

Días después de ese extraño desayuno fui a conocer la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para refugiados (ACNUR), sede Tapachula. Era una casa de prácticamente una cuadra, en una zona muy bonita de la ciudad. Pintada de blanco y con el logotipo de la ONU en azul, fue un poco difícil que me abrieran. Me pedían sacar una cita con la jefa de la oficina, y varios requisitos más, pero me anuncié como promotor de derechos humanos y con curiosidad por una sola pregunta para que por fin me dieran entrada. Ya adentro, en el aire acondicionado, nadie me supo explicar por qué la desaparición esporádica de la gran oleada de africanos que llegó durante el año. “Tratamos principalmente con centroamericanos, casi no hay africanos, pero de presentarse, también se les da la misma asesoría para reconocerse y tramitarse como refugiados dentro de territorio mexicano”. Me dio la impresión de que no querían admitir la existencia de tal oleada, pues con mi acento del centro-norte del país, era muy factible suponer que yo no conociera el panorama general de la situación migratoria. Tenía esperanzas de que alguna institución hubiera tomado cartas en el asunto, y confié en la ONU. Quizás fui ingenuo, romántico, y me hubiera salido más rentable creer en Santa Claus que en ellos. Me entregaron folletos sobre la condición de refugiados, y sobre su trabajo con la población en tránsito.

Más tarde, un taxista me dijo: “Se ven negros por todos lados. Hay construcciones donde se les ve trabajando de albañiles ya… además de que el gobierno les da apoyos, visas para que estén de legales aquí, a veces hasta dinero en efectivo, ya quitan trabajo. Y uno por ser mexicano, se jode”. No tuve ánimos para responderle.

La última información que obtuve fue gracias a una de mis primas, universitaria y residente en Tapachula, quien tuvo palabras contrastantes con la sesgada información que me dieron en la oficina del ACNUR. “Sí había muchos, ¡muchísimos africanos! Y era algo bien impactante de ver. Estaban debajo de los puentes de los boulevares, en las carreteras, en los semáforos. Y… de pronto desaparecieron. A muchos les dieron visas de tránsito de cuarenta y cinco días porque eran tantos que ya la oficina de migración quería que circularan, que se fueran, pero otros más están a las afueras de la ciudad, ya muy lejos, creo que tú nunca has ido para allá, y ni vayas. Dicen que también hay muchos narcos buscándolos. Les construyeron unas casitas bien precarias allá y se quedaron como refugiados, y trabajan como albañiles o cosas similares, pero les pagan hasta menos que a los centroamericanos. Yo sé hasta ahí”.

Hice caso a mi prima y dejé el tema de las investigaciones de campo por la paz. Consideré suficiente comprobar que los embajadores de la ONU eran, por lo menos, deficientes, al afirmar que sus diagnósticos y planes de acción estaban orientados a la población centroamericana. La crisis mundial se vuelve perceptible con este tipo de indicios; africanos y haitianos engrosando las cifras del flujo migratorio mexicano: siendo consecuencias evidentes del sistema de consumo desenfrenado y desigualdad normalizada, de las guerras y de la segregación contemporáneas.

Antes de partir de Tapachula, camino una última vez por el centro de la ciudad. Terminales de autobuses, precarios hostales y cuartos en renta, combis y taxis… todo lo que tiene que ver con las palabras tránsito y movimiento, está repleto de gente de raza negra. Las calles también. Muy probablemente haitianos, algunos más quizás de África también. Recuerdo a Ozzly y nuestro extraño desayuno navideño, y espero que en su camino esté encontrando la buena suerte que le deseé al despedirnos.


[1] http://www.excelsior.com.mx/nacional/2016/10/06/1120893

[2] http://www.eluniversal.com.mx/articulo/estados/2016/09/20/migrantes-africanos-asiaticos-y-haitianos-saturan-inm-en-tapachula


Photo Credits: Maria Mercedes Barahona

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