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Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Dentro y fuera

En febrero de 2022, estalló la guerra entre Rusia y Ucrania. Rusia invadió la frontera ucraniana y Ucrania reaccionó. Desde entonces, continúa el enfrentamiento: tanques y otras armas donadas a Ucrania por los países de la OTAN le permitieron defenderse, y el conflicto sigue en pie. La guerra está ocurriendo en el foco del país atacado y en la zona cerca de la frontera entre los dos países. Los misiles causan muerte y destrucción, y el estruendo de las sirenas alerta sobre su próxima caída. Los habitantes del país oyen el ruido ensordecedor, corren hacia los refugios y aguardan dentro, los cuerpos tensos de ansiedad. Ruslana, una adolescente ucraniana refugiada, relata los sentimientos que provocaba estar sentada en el refugio esperando que terminaran de caer los misiles: “me convertía en piedra. Es raro, pero pensaba que, si sobrevivía, era una suertuda, y si no sobrevivía, entonces, qué se le iba a hacer”. Y cada vez que un misil caía cerca del refugio, “pensaba: “‘esto pasará’”.

Los ucranianos están viviendo día tras día la violencia de la guerra. En su comunicación acerca de su viaje a Ucrania, Rajan Menon, científico social ucraniano que es investigador titular asociado en la Universidad de Columbia, describe los efectos de la guerra en el país atacado y su población. La economía de un país en guerra está alterada: la inflación se duplicó, y millones de refugiados han vuelto para encontrarse sin trabajo. Los misiles han destruido negocios, clínicas y escuelas. Según Menon, el constante regreso de refugiados y la quiebra de negocios – sumados al “incesante fuego de artillería de las tropas rusas” – han empeorado la situación.

Los países alejados del enfrentamiento no lo sufren como Ucrania. Kateryna Babkina, narradora ucraniana, describe el cambio de sus vivencias al huir del centro de la guerra a un país en paz. El sentido de urgencia constante desapareció; ya no es necesario. Paradójicamente, sin embargo, esta falta de necesidad provoca en Babkina un miedo permanente. “Ahora estoy en Londres y, después de semanas enteras de calor sofocante, reglas estrictas de tránsito que prohíben que los autos y otros vehículos circulen a gran velocidad y un ubicuo culto a la paciencia para con los demás, lo más difícil para mí es esperar”.

Los habitantes de países que están lejos se preocupan porque se cayeron y se fracturaron, o porque a los hijos adolescentes les va mal en la escuela, o porque estos sufrieron una trompada de un patotero. Es una preocupación legítima, pero, ante la incertidumbre que produce la inminencia y cercanía de la muerte, su magnitud disminuye.

Los ucranianos, que habitan la guerra, sufren la pérdida en carne propia. En su carta, Ruslana relata sus recuerdos imborrables de la guerra y de su huida: “el auto y las explosiones y el rugido y los tanques, luego el tren, gente en los corredores, quince personas en el compartimiento. Niños llorando, un silencio mortal cuando paramos en Jarkiv, disparos, otro día, Kiev, mi amada Kiev, sirenas, la foto de mi refugio contra las bombas – donde me senté con mi mamá – bombardeado, de mi escuela bombardeada, la foto de mi casa – olvidada en el refugio contra las bombas – destruida”.

Los países que están lejos de la guerra tienen el lujo de olvidarse de que, después de casi un año de combate, la guerra todavía continúa y no muestra visos de llegar a su fin. Los resultados de un estudio del instituto de investigación Pew reflejan que, once meses después del estallido de la guerra, la preocupación de los ciudadanos estadounidenses acerca del conflicto ha disminuido: tanto el porcentaje de adultos que siguen el progreso de la guerra (de un 36 a un 18 por ciento), como el porcentaje que critica la falta de ayuda a Ucrania por parte de Estados Unidos (de un 36 a un 25 por ciento).

En Ucrania es imposible olvidarse de que se está viviendo en guerra. Menon describe la situación sucinta pero vivamente. Su ensayo nos transporta al lugar del horror: “Durante mi estadía en Ucrania, no pasaba ni un día sin que las sirenas de alarma perforaran la noche por lo menos una vez y, a veces, incluso ese día. Los ucranianos no les dan importancia a esas alarmas: es imposible vivir con terror y aprensión diariamente durante meses sin parar y seguir funcionando, incluso medio normalmente. De todos modos, las alarmas recuerdan que la normalidad que brindan las rutinas diarias puede ser hecha añicos instantáneamente por el impacto de un misil”.

Los habitantes de países que viven en paz podemos preocuparnos por el futuro de nuestros hijos: qué carrera van a elegir, qué profesión, si esta va a permitirles mantenerse. Nos preocupamos por nuestra jubilación: cuándo nos jubilaremos, si ganaremos lo suficiente para poder vivir. Los ucranianos no pueden pensar en el futuro: el presente es lo único en el cual concentrarse.

La lejanía es un don que permite vivir sin violencia y sin el miedo y la tensión constantes que esta provoca. En cambio, los países que viven la guerra día a día están inmersos en la violencia. No pueden dejar atrás el miedo y la tensión, aunque lo intenten. Es el caso de Ucrania, pero también el de Francia, España y Alemania durante la segunda guerra mundial y el de la Argentina durante la última dictadura. Por la represión constante, en el país se vivía en medio de la angustia y el terror (una atmósfera de amenaza rodeaba a todos los habitantes) y en medio de la tortura y el sufrimiento en los centros clandestinos de detención.

Al mismo tiempo, vivir lejos de la guerra no nos permite apreciar lo que significa vivir en el corazón del horror; vivir la violencia y el miedo a la muerte inesperada; sufrir los recuerdos que vuelven obstinados y se niegan a desaparecer, como las fotos de Ruslana.

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