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daniel campos
Photo by: Reilly Butler ©

Deleites del Año Nuevo

El calor del trópico me sacó de la cama el 1 de enero a las 6:30 a.m. Era hora de iniciar el año tras haber disfrutado la fiesta de Noche Vieja en nuestra parcela familiar. ¿Cómo iniciarlo? Esta vez, presté atención al entorno natural, tertulié sobre historias familiares y disfruté de sencillos detalles cotidianos.

Al levantarme, me fui directamente a la estera de yoga extendida en la terraza. Me quedé dormitando y escuchando el canto de soterreyes nuquirrufos (Campylorhynchus rufinucha) y bienteveos de pecho amarillo (Pitangus sulphuratus) mientras me desentumía.

Ya en la mesa de desayuno, mi mamá nos contó a mis hermanas y a mí la historia del porqué mi abuela paterna, Dora, dejó de celebrar el Año Nuevo. Mi bisabuela, a quien no conocí, se llamaba Digna. Mi abuela Dora la quería mucho. Estuvo siempre muy cerca de ella y la cuidó hasta el final de sus días. Ya casada inclusive, Dora iba todas las noches con mi abuelo Enrique a casa de doña Digna, en un céntrico barrio josefino, a acostarla. Después de que mi bisabuela falleció, mi abuela nunca más celebró el Año Nuevo. Por eso nosotros crecimos dándole la bienvenida a cada nuevo año con mi familia materna y no paterna.

A mi papá le afectó mucho también la muerte de su abuela Digna. Mi mamá tiene pocos recuerdos de ella, pues sólo la conoció una vez. Cuando eran novios, mi papá llevó a mi mamá a la su casa de Doña Digna, quien atendió a mi mamá con mucho esmero.

Pero nuestra conversación se quedó corta pues, mientras desayunábamos, mi papá descansaba bajo la sombra de un roble colina abajo y no estaba presente para contarnos sus recuerdos. Sentí que perdíamos la ocasión para una conversación que no sucedería después porque la Vida trae siempre nuevos temas y situaciones.

En todo caso, concluímos, Digna y Dora están aún con nosotros. Cada quien tiene su forma de explicarlo: por vías espirituales, como creer en la presencia de sus almas, o por vías naturales, como rastrear signos de su herencia genética y ponderar el legado de sus enseñanzas y ejemplos de vida. Pero concordamos en esta creencia: nuestras abuelas nos acompañan.

Mientras conversábamos, una ardilla pelirroja, de cabeza y torso listados por una franja negra con ribetes blancos, saltó del almendro al limón junto a la terraza. Nos vio, se asustó, quiso devolverse, no pudo, dudó, se atrevió, se acercó por una rama del limón, saltó al siguiente almendro y se fue.

Para cuando terminamos la primera tertulia del año, ya era casi medio día. Leí un rato en la hamaca, distrayéndome para observar los claroscuros de la luz que se filtraba entre las hojas del almendro.

El primer almuerzo fue un deleite doméstico creado por mi mamá: ensalada fresca con aceite de oliva portugués, yuca frita, frijoles negros, arroz blanco, pues no puede faltar en una mesa tica, y corvina fresca, de las aguas de nuestro Pacífico, empanizada al sartén.

Lección para no olvidar en todo el año: mi mayor deleite está en lo simple, lo sencillo.

El resto del día fue una sucesión de impresiones: una urraca blanquiazul de copete negro (Calocitta formosa) y un momoto cejiceleste de brillante cola turquesa (Eumomota superciliosa) posados en un mismo árbol de mango; cinco parejas de lapas rojas (Ara macao) sobrevolando nuestra parcela al atardecer y desplegando su brillante plumaje tricolor para nuestro deleite; más ratos de tertulia familiar; una puesta de sol en tonos magenta, naranja y lila; el frescor de la noche; un cachito de luna bajo el farol de Venus; y a media noche; la Cruz de Sur brillando en su punto más alto en el firmamento nocturno.


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