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adriana cabrera

Del cinismo sin ataduras

Muchos fueron los testigos que asistieron a esa escena. Se acababa de servir sangre en un vaso de plástico. Sangre roja y calentita con un ajeno olor a hierro. Los franceses no reaccionaron, solo se quedaban allí con la mirada perdida en el profundo rojo carmín, como aislados en la búsqueda de sus pasados sueños.

Se trataba de despertar a los franceses de la ola de aburrimiento que había inundado al país, y la idea se le había ocurrido a un colombiano.

A los intelectuales les pareció original y lo suficientemente repulsiva para impulsar el regreso a la vida. ¿Pero qué podría ya indignar a un pueblo que había visto de todo y que descifraba hasta los mensajes subliminales que los media intentaban imponer con el fin de manipularlo? Nada lograba distraerlo, estaba sumido en el tedio de la razón pura! La razón lo podía todo, no existía un tema que no hubiera sido desmenuzado, analizado y desprendido de toda emoción o sentimiento.

Los intelectuales intentaban salvar a millones y millones de franceses dormidos bajo el manto del hastío y del desencanto de este mundo. Y ni hablar del otro en el cual no creían.

Cada día que pasaba, el país galo avanzaba más y más hacia una autodestrucción masiva. Ya nadie compraba los periódicos ni las revistas, porque sabían de antemano que lo que anunciaban era el eterno saqueo de la humanidad a través de negocios sucios y corruptos perpetrados por empresas gigantescas que poseían el monopolio del consumo y de los actos cotidianos de cada ser.

Tampoco les interesaba leer sobre economía, ya que sabían de antemano que quienes escribían estaban manejados por los mismos intereses.

No les interesaba ni siquiera leer sobre sociedad y cultura porque estaban convencidos de que todo había sido homogeneizado en un solo modo de vida, un “savoir-vivre” standard que tomaba el control de los habitantes y manipulaba sus reglas.

Sabían que íbamos hacia un caos peor que el que habían conocido quienes vivieron las guerras mundiales.

Ya no creían en las ofertas espontáneas ni en las ofrendas o arranques de generosidad y los dogmas no tenían cabida. Sabían que todo era un montaje para obtener capitales y poder.

Y en cuanto al poder, el desinterés de los franceses era irreversible, ya que sabían que el poder ya no poseía la profundidad humanista de buscar el avance espiritual o moral del ser humano, sino que servía como un arma más de destrucción.

Los discursos de los tantos candidatos eran una suma de ambiciones desconectadas de la realidad tras las cuales era fácil adivinar las verdaderas intenciones. Ni la extrema derecha bien asentada en la cima de ese país conservador lograba seguir culpando a los extranjeros, porque extranjeros éramos todos.

Entonces más que de simple aburrimiento se trataba del abandono de toda lucha. La rueda de la evolución solo pararía de girar en su destino final, la destrucción.

Así los días comenzaban uno a uno con la misma noticia «Hoy, todavía sin noticias positivas sobre el entusiasmo de los franceses, pero existen buenas probabilidades de recuperarlo» y ahí comenzaban una retahíla de cuentos y vericuetos inventados de yo no sé donde.

Se veía a la gente apática en el metro, en las calles con sol o con lluvia, todos con la cabeza baja, como momias vestidas de negro, a veces decoradas de muecas fijas, vestigio de una vieja locura. Se les veía sin expresión ni emoción alguna, secos, transparentes, a veces lívidos y eternamente abatidos.

Sólo se levantaban cada día para cumplir con el mecánico hábito de respirar, desplazarse y continuar con el proceso industrial de una vida organizada alrededor de un trabajo, transporte, descanso y multiplicación de sus descendientes para un destino similar. Su alimentación estaba basada en productos congelados y prefabricados llenos de intensos ingredientes químicos que reemplazaban lo natural.

Vivían así repitiendo sin entusiasmo las reglas de la educación cívica a todo aquel que se saliera del molde.

Ya no había color, ni risas, ni gritos. Los sueños habían perdido hasta su etimología y solo se expresaban en la desesperación disfrazada de lo cotidiano.

Fue ahí donde un grupo de escépticos empezó a pensar en hacer algo para despertar a los franceses de esa letargia de la desesperanza. Ensayaron las ferias, pero terminaron por abandonarlas porque nadie asistía, luego organizaron grandes conciertos con música de los años setenta, simulando a Woodstock, pero en ellos se produjo la mayor cantidad de suicidios por sobredosis y por depresión extrema. Además, al final de los conciertos la gente terminaba evocándose aún más el caos final.

Fue entonces cuando se pensó en recrearles el pensamiento del siglo de las luces e invitarlos a beber la sangre fresca de los jóvenes pobres del tercer mundo, símbolo de renovación y de renacimiento…

Pero de eso tampoco quisieron, ya que acusaban a ese tercer mundo de ser el motivo de su quiebra y desdén.


Photo Credits: Beat Tschanz

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