Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Photo credit - LendingMemo.com

Deflación, inflación y América Latina

Deflación e inflación. ¿Dos caras de la misma moneda? Tal vez. Lo cierto es que en un mundo tan convulsionado como el nuestro, ambas representan un dolor de cabeza y un desafío. La primera, en el “Viejo Continente”; la otra, en el “Nuevo Mundo”. Lo son para el ciudadano de a pie, quien hace milagros para llegar a final de mes con su sueldo; y lo son para los funcionarios de gobierno quienes, más allá de los enunciados teóricos, tienen la nada envidiable responsabilidad de diseñar estrategias que permitan sortear obstáculos y evitar naufragios.

De inflación siempre se ha hablado. No hay por qué extrañarse. El tema ha sido y es argumento de disertaciones doctas, en las cumbres económicas; de debates sagaces, en los círculos académicos y de conversaciones animadas, en los café de ciudades grandes y pequeñas. En cambio, raras veces se ha hablado y se habla de deflación. Y tampoco hay razones para extrañarse. Nunca, o casi, el fenómeno había sido percibido como un peligro. Menos en esta parte del mundo. Bueno, cuando menos hasta hace pocas semanas.

La deflación, igual que la inflación, es un termómetro de la economía. Decimos, un indicador que enciende la luz roja y hace sonar la alarma. Señala la existencia de una tendencia perversa que, de no ser atacada a tiempo, provoca la parálisis de los complejos fabriles y, a la postre, la recesión. El círculo vicioso comienza por la reducción de la demanda por efecto de la caída del consumo y sus repercusiones en la producción. Si la tendencia permanece, los empresarios optan por reducir los precios de los productos. La espiral perversa se retroalimenta con el consumidor quien, seguro de que los precios seguirán bajando, decide posponer el consumo. Es el “síndrome japonés” que caracterizó la “década perdida” en el país oriental.

La mecha, una vez prendida, es muy difícil de apagar. La deflación tiene efectos inquietantes en la producción. De hecho, bienes más económicos implican ingresos menores para comerciantes e industriales. Cierran los negocios más pequeños y las industrias más débiles. Otras, para sobrevivir, reducen sus dimensiones. Otras más, cierran líneas de producción. Salario y desempleo se vuelven inversamente proporcionales. Decimos, el primero tiende a la baja; el otro, al alza. Y el factor psicológico se retroalimenta. El consumidor, seguro de que los productos que necesita seguirán bajando de precio, opta por posponer sus compras. No hay consumo, no hay demanda, no hay producción y no hay  empleo. El círculo se cierra: es recesión. De ahí a la depresión económica…

La recesión por deflación, como lo ha demostrado la “década perdida” en Japón, es un fenómeno difícil de combatir. Las políticas monetarias tradicionales no surten efecto, hasta revertir las expectativas de los agentes económicos.

Esta es la realidad que hoy toca vivir a las naciones europeas las cuales, sin haber salido aún por completo de la recesión y con el fantasma del “síndrome japonés” al asecho, buscan armonizar estrategias que permitan archivar la “política de austeridad”, que permitió superar la “tercera gran depresión”, e inaugurar un nuevo ciclo económico.

Si en Europa todos los esfuerzos están orientados a evitar la deflación; en América Latina lo están en reducir la inflación. Esta, es harto conocido, genera inestabilidad económica y produce desigualdades en la distribución de las riquezas. “Dulcis in fundo”, frena la eficiencia y el crecimiento, al deteriorar la capacidad productiva interna y la competitividad en los mercados internacionales

América Latina, además, tiene un pasado reciente de hiperinflación, cuyos efectos psicológicos no han desaparecido a pesar de los años. En la segunda mitad de la década de los ’80 y en la primera mitad de la de los años ’90, Argentina, Bolivia, Brasil y Perú sufrieron incrementos descomunales en los precios con repercusiones en toda la región. Argentina, en 1989, alcanzó una tasa de inflación de 3.100 por ciento; Bolivia, en 1985, de 11.700 por ciento; Brasil, en 1993, de 2.100 por ciento y Perú, en 1990, de 7.500 por ciento. Cabe destacar que la tasa de inflación en Bolivia, tan sólo en agosto de 1985, ascendió a más de 20 mil por ciento y, el mes siguiente, superó el 23 mil por ciento.

Esas experiencias traumáticas quedaron afortunadamente atrás. Hecha la salvedad por Argentina y por Venezuela, la tasa de inflación, a pesar de carecer nuestros países de un organismo supranacional capaz de armonizar políticas económicas, se mantiene por debajo de un dígito. No ha sido fácil.

Ahora América Latina tiene países virtuosos que han logrado niveles de inflación cercanos al 2 por ciento – léase, Colombia (1,9 por ciento), Ecuador (2,7 por ciento), Perú (2,8 por ciento) y Chile (3.0 por ciento) – Otros, menos virtuosos mantienen niveles de inflación moderada. Tal es el caso de Paraguay (3,7 por ciento) y México (3,9 por ciento). Otros más hacen esfuerzos para mantener la inflación por debajo de un dígito. Decimos, Brasil (5,9 por ciento), Bolivia (6,4 por ciento) y Uruguay (8,5 por ciento).

Mención aparte merecen los casos de Venezuela y de Argentina. La inflación en 2013, calculada en más del 55 por ciento en Venezuela y  en no menos del 25 por ciento en Argentina (pocos aparentemente creen en el 10,9 por ciento oficial) sin duda resultan indicadores alarmantes, toda vez que una inflación por encima del 100 por ciento se considera ya hiperinflación.

La tasa alta de inflación, en los dos países situados geográficamente en los extremos de Suramérica, no hace justicia a las potencialidades industriales y productoras de esas naciones. El incremento exagerado en los precios de bienes y servicios es reflejo del fracaso de políticas económicas que privilegian el control asfixiante del Estado sobre la actividad privada.

Argentina y Venezuela, al igual o tal vez más que las demás naciones de la región,  poseen una infraestructura productiva importante y recursos naturales en abundancia para alcanzar sus objetivos económicos.

A falta de un organismo supranacional, que logre armonizar en el hemisferio políticas económicas y disciplina fiscal como variables de control para asegurar la estabilidad y contribuir al pleno empleo sin inflación alta; Argentina y Venezuela deberán “automedicarse”. Decimos, aplicar el ‘golpe de timón’, que economistas, analistas y duchos en la materia evocan desde hace tiempo: oxigenar la actividad privada y la inversión nacional y extranjera sin menosprecio del control necesario que deberá ejercer el Estado para que se cumplan las leyes. Sin olvidar, eso sí, los amortizadores sociales, indispensables para asegurar sostén a los sectores más desprotegidos.

Subscribe
Notify of
guest
1 Comment
pasados
más reciente más votado
Inline Feedbacks
View all comments
Luis Fraga Lo Curto
9 years ago

Lo único perverso es la aceptación de la inflación como un requisito necesario para el crecimiento. Perverso por la falta de sustento científico, pero también por sus consecuencias desastrosas a largo plazo. La inflación es un fenómeno de naturaleza monetaria, cuya única causa es la acción del gobierno. Una acción que por cierto en la antigüedad respondía a las mal llamadas políticas de crecimiento, pero que hoy también tiene oscuros fines recaudatorios. Está suficientemente probado que las políticas inflacionarias (incluso aquellas calificadas de virtuosas por mantener índices cercanos al 2%) traen crecimiento a corto plazo y recesión y desempleo a… Seguir leyendo »

Hey you,
¿nos brindas un café?