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De París…

MEDELLÍN: Y me muevo por la casa, una luz prendida, estoy solo, como siempre, aunque escucho a mí mamá roncar y mi hermano dar vueltas en la cama; de pronto mi papá se levanta y al encender el foco del baño se rasca la barriga y me mira con los ojos muy pequeños, yo no hago nada, él estira trompa y entra a mear. Luego… ¡puf!, ¡qué va!, solo una linternita donde una polilla se estrella y da vueltas, se me ocurre sacarla por una ventana, pero como soy cruel, me quedo mirándola y me gusta verla darse en la cabeza y me divierto, y qué se yo… pero no sonrío, porque me hago el muy fuerte para sonreír. En todo caso la casa está sola, y sola porque yo no soy nada y los otros… bueno, en un sueño con suerte. Digamos que me muevo lentamente, pero no, mi cabeza se acelera y escucho lo que no se está diciendo, pero qué importa, bueno, claro, sí. Y no puedo fumar dentro porque mi mamá se despierta con el olor, no le gusta y yo termino por no disfrutar el cigarro, entonces ¿para qué? Costumbre de dragón o ceremonia de horno, yo que del fuego no sé más que de ceniza.

Y no podía estar en París, el último gladiador murió en el ’84 y hacía atrás todos se fueron exiliados, digamos, por una guerra que duró siete años. Vamos que me iba yo a dar a trompadas con Hemingway.

– Muy alto que te crees – le iba a decir, yo que mido un metro y poco más de un cuarto.

– Quédate quieto chico – y muy barrigón terminaría la botella de vino que tiene sobre la mesa.

Pero para nada, me hubiera tumbado los dientes. No me los tumbó porque a veces se las daba de buena gente. Ya era de noche, no podía ser de otra forma, y sí era París. Me fui por esa callecita angosta que me recordaba la lucecita de polilla de mi otra casa, pero aquí en París, sí que estaba solo. Y seguí por la cintura de muros hasta que di con una puerta mal iluminada, ya corroída y gastada la pintura. Toqué tres veces o cuatro, no recuerdo, Scott me había proporcionado buena ginebra, de la misma que le compraba a Zelda, y me la regaló antes de que ella llegara histérica a desarmar el mundo y a tumbar cuadros y a decir que no sabía escribir, pero todos le refutaban con lo contrario y yo me quedaba callado. Scott, la buena ginebra, cuatro o cinco golpes en la puerta de pintura caída y terminé gritando:

– ¡Abran, abran! – pero ¡qué va! Nadie abrió. – ¡Necesito ver a Ferdinand! – me tambaleé hacia atrás en medio de mi ginebra. La luz de arriba se encendió.

– No está, de África se fue para Nueva York – gritó una niña apenas sacando al cabeza por la ventana.

Entonces recordé que el muy cabrón se había ido sin mí. Y yo, dale que seguí, la cabecita de mujer no me dejó caer y yo borracho, porque ¡claro!, estar borracho allí era otra cosa, muy divertida de verdad, y ganaba casi todos los concursos, excepto en los que participaba el señor de bigote, el Pelión. ¡Puf! Casi que no llego. Tenía que subir esas escalitas delgaditas en mármol, pero antes abrir la reja de hierro torcido y luego una puerta pintada de verde pastel, entonces sí, las escalitas, muy sencillas ellas, sin complicaciones. Me subía pegado de la baranda y cuando llegaba al tercer piso, (yo que iba para el último) terminaba ahogado, el tabaco, por supuesto, nada más, pero no lo iba a dejar, me gustaba mucho y en aquellos días se conseguía del bueno, un amigo joven pero calvo que se sentaba en un café todas las mañanas con el periódico y pastelitos con crema, me vendía cada mes tres bolsas de picadura desde Cuba que le llegaban como sobrante de su propio cargamento, entonces a mí me tocaba barato y bueno, lo que me parecía genial porque vivía de alquilado con un sueldo de ayudante en una librería y mandadero, y alguno que otro trabajillo aceptable de los que no hablo.

En el cuarto piso trabajaba de acompañante en la cama como preámbulo de sueño, una muchacha que fumaba cigarrillos largos. No la conocí, pero me encontraba, por lo general los viernes, con Miller que salía de su puerta con muy buena sonrisa, y como ya era siempre de noche y yo iba con algo de lo que me regalaba Scott en la cabeza, se me ocurría invitar a Miller a un trago. Todas las veces me rechazó, excepto por una en la que me pidió un cigarrillo y lo acompañé a fumar bajo la luz de un farol. “Te vas a quedar calvo, monstruo” le dije y seguí subiendo por las escalas.

Me metí en el ático en donde guardaba mis contados chécheres, no más de seis camisas y todas por lo general con el mismo tono, algunas velas y una lámpara de petróleo que yo economizaba mucho, y ¿qué le iba a hacer si no tenía dinero para nada? Comía a veces de arrimado y por lo general parva. Un catre con sabanas que olían a ropa mal secada y el techo muy bajito, bajito por decir algo, porque para mí estaba muy bien. ¡Mierda! Otra vez que me tropiezo con esa maldita coca porque de goteras estaba minado y me tocaba dejarla el día entero, porque a París cuando le daba por llover, entraba en un berrinche tremendo y con ninguna muñequita de tela se calmaba, te tocaba cargarla en tus brazos y mecerla, pero con eso no bastaba, aparte te obligaba a cantarle algo suave y nada se me ocurría diferente a George Brassens. Finalmente se dormía y la podías contemplar, yo desde una ventana diminuta en donde chispeaban las luces afuera y con lo rallado y engrasado que estaba el vidrio, todas parecían desenfocadas. Pero igual era una niña bella para contemplar, a veces me quedaba mirándola hasta que se me iban dos velas seguidas. Le besaba las mejillas y con suerte no lloraba, ¡pero yo!, que la quería tanto. 

¡Qué solo me sentía y borracho sí que estaba solo!, no había nadie en aquella oscuridad de ático, me las arreglé para pelear con mi sombra y luego me tiré en el catre a leer algo de lo que mi jefe desechaba en la librería, la mayoría de las veces no me gustaba, pero ahí iba enterándome de cosillas. Media vela después me acordé que tenía que levantarme temprano para recoger a María en la estación. Ya la veía regañándome porque me pasé la noche bebiendo y fastidiando a Hemingway. Lo malo es que si no llegaba a la estación antes que ella, a la muy loca le daba por irse sola a cualquier parte, ¿quién sabe?, en un arrebato sale y coge un tren para Berlín, eso con suerte; pero si no tengo suerte, se va en lo primero que se le atraviese y se despide para su país de papel y no la vuelvo a ver, yo que la iba a ayudar a encontrarlo. Mejor me duermo, no vaya a ser que despierte con los ronquidos de mi mamá o que mi papá con la barriga afuera me prenda la luz o a mi hermano le dé por cambiarme la música, y María se haya ido para el país de papel sin esperarme, y todos me digan que de París…

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