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daniel campos
Photo by: Jörg Schubert ©

De Congee Village al Upstairs Bar

Una de las maravillas de Nueva York es cuando tus amigues de otras culturas te guían a descubrir lugares, comidas, música, arte, bailes, festivales, recovecos escondidos y experiencias inusitadas en la ciudad.

Como parece dictar mi hado, aquella noche llegué cinco minutos atrasado al restaurante cantonés Congee Village, en el Lower East Side. Ya me esperaban en el vestíbulo Tsui-Hui, Sasha y Bo, mis compas de Taiwán. Por suerte llegué antes que Terry, el marido estadounidense de Sasha, para que no se dijera que el latino llegó de último.

Al ratico estábamos sentados alrededor de la mesa. Mis dos amigas taiwanesas se entendieron, en mandarín, con los meseros cantoneses y pidieron varios platos por nosotros, incluidos dos de congee. Éste es, diría yo en lengua mesoamericana, un atole pero de arroz, no de maíz. Las chicas pidieron un congee de carne e hígado y otro de carne y pescado; además, dim sum de vegetales, chow mein de calamares, unos fideos gruesos y planos de arroz que yo no conocía, unos hongos negros que Tsun-Hui solo sabía nombrar en mandarín, y el equivalente cantonés de un tempura de camarón, osea, camarón empanizado.

Cuando nos sirvieron, parecía mucha comida, pues todas eran porciones familiares. Pero de conversación en tertulia en charla y de vuelta, nos lo comimos todo. Delicioso y muy baratico. Pero sólo tomamos té. Entonces, satisfechos, nos fuimos a la búsqueda de una cerveza o un traguito.

Pensábamos tomar algo en el mismo Lower East Side, pero conversando y caminando nos fuimos acercando al barrio chino. Entonces Sasha sugirió el bar de Metrograph, una sala que muestra cine clásico en Chinatown. Hasta allá nos fuimos y subimos al lujoso bar, con sillones de cuero lustroso alrededor de mesas bajas de cristal y gente elegante que parecía salida de revista de moda. Pero estaba lleno a reventar y no había sillón pa’ nosotros. Claro, era viernes por la noche.

Entonces a Terry se le iluminó el espíritu y sugirió el Upstairs Bar cercano. Se llama así porque queda subiendo las estrechas escaleras de un edificio viejito de Chinatown, el número 59 de Canal Street. Afuera no hay ningún rótulo, sólo está la puerta abierta. Tenés que saber que podés subir las escaleras a la cantina. Subimos.

En el extremo de la barra frente a la entrada, había algunos parroquianos chinos de la vieja guardia. Al otro extremo, unos muchachos asiático-estadounidenses vestidos de gángsters coreanos de Los Ángeles. En esta y aquella mesa alta de aluminio con bancos cubiertos de vinil barato, gringuitos con pinta de artistas plásticos, músicos y actores sin plata pero con ganas de vivir. En varias pantallas, un video de música china con ideogramas para cantar karaoke en mandarín.

Nos sentamos en una mesa al lado de los ventanales oscuros y sucios que daban a la escalera de escape de hierro, una de esas escaleras para incendios típicas de los edificios de Manhattan. La mesera, una muchacha anglosajona, alta, flaca, de dientes prominentes que enfatizaban su gran sonrisa, castaña y simpática, nos pidió la orden. Tres sangrías para les taiwaneses, un güisqui para Terry y una cerveza negra irlandesa para mí.

La muchacha pronto trajo mi stout de seis dolaritos (una ganga en Manhattan) y brindé con mis compas en el Upstairs, en un ambiente inusitado. En mi mente les agradecí las aventuras culinarias y culturales de la noche.

Disfrutamos hasta que llegó la hora de despedirnos. Bajamos las estrechas escaleras, nos abrazamos y cada quien tomó su rumbo. Yo caminé hasta la estación del tren F en East Broadway para regresar, alegre en la madrugada invernal, a mi casa brooklynense.


Photo by: Jörg Schubert ©

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