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Alejandro Varderi

De conflagraciones y exilios*

Each of the beings necessary to our existence who disappears takes away with him a whole world of feelings that no other relationship can revive.

Eugène Delacroix

A la memoria de Pilar Verdès y Humberto Lepage

La Plaça del Virrei Amat en Barcelona no es plaza de barrio elegante. A ella acuden los habitantes de la zona; gente trabajadora compuesta en parte por los descendientes de aquellos inmigrantes, llegados de zonas más pobres de España con el despegue económico de los años sesenta, a trabajar en la SEAT o la Hispano Olivetti. Y el esposo de Amèlia Rigau, que en paz descanse, no fue la excepción sino más bien la salvación, al menos para ella, casada en la raya de los 30 cuando la familia daba por sentada su vocación para vestir santos; lo cual en el fondo no resultaba ser un exabrupto dada su pericia con la aguja como modista en un taller de corte y confección, cercano a otra plaza virreinal, ubicado entonces en el corazón de la Rambla.

Pero a sus 90 años no podía enhebrar ya la aguja, si bien conservaba una vista perfecta pese a las décadas pasadas entre telas y encajes iluminada por la mortecina luz de las bombillas del franquismo. Ahora, sin embargo, prefería la claridad de las mañanas soleadas para desandar el corto trayecto que separaba su edificio en el carrer de la Jota, del banquito a la sombra de los arbustos donde la esperaban sus interlocutoras. Dos vecinas del radio limitado por las manzanas en torno a aquel espacio, con poca sombra y mucho concreto y adoquines, por el cual debían ellas caminar muy despacio no fueran a dar el mal paso y fracturarse la cadera.

De hecho Llúcia Sagués ya había tenido una mala experiencia con la rotura de una muñeca, un día de resbalosa lluvia cuando se dirigía a la CaixaBank al otro lado de la plaza. Por suerte no fue irreparable, y con mucha terapia y fuerza de voluntad logró recuperar la movilidad casi completamente, aunque las humedades de la Ciutat Comdal le tenían el reumatismo disparado, y los dolores de cambio de estación se ensañaban con sus huesos y articulaciones. Al menos no tenía la galopante artrosis de Amèlia, imposibilitada casi para desplazarse, pero con tesón y las muletas llegaba siempre la primera a la sombra del banquito, que no llevaba su nombre, aunque era como si lo tuviera pues siempre lo encontraría esperándola.

Y es que la espera había sido su destino. Esperó viendo a sus dos hermanos menores, casarse. Esperó por el “noi ben català”, como lo quería el pare, que no llegó. Esperó a ver si Eusebio se le declaraba, entre vermut y vermut en el bar del Manolo frente a la casa familiar del carrer Princesa. Esperó por la señal de un ansiado embarazo, que tras varias pérdidas durante los primeros meses se concretó en la humanidad de un único hijo, quien para mala suerte suya había sido siempre más una carga que una ayuda. 

Pero así es la vida, y la de Amèlia tenía el sabor de los guisos de la cocina casolana y del ternasco, chiretas y borrajas, típicos de la provincia de Huesca, hacia donde se encaminaba la familia entera para veranear por las orillas del Gállego en su discurrir cerca de Gurrea, el ancestral pueblo del marido. Allí, con las piernas en remojo y la bota de vino, Eusebio Quintanilla rememoraba sus años mozos, transcurridos entre la siembra, el cuido de los animales y el recuerdo borroso de un padre fusilado durante la guerra y enterrado en una de las fosas comunes, que las investigaciones de recuperación de la memoria histórica habían empezado a abrir para clasificar los restos. Eusebio falleció cuando apenas empezaba a hablarse del tema, así que nunca pudo saber si entre aquellos fragmentos se encontraría alguno de su progenitor.

Amèlia escuchaba inquieta aquellas historias, que le recordaban los bombardeos de la Barcelona sitiada y el hambre permanente de una infancia perdida entre los escombros de la contienda, sobre los cuales se asentó su ciudad por los 40 años siguientes. Pero del final de aquella dictadura habían transcurrido más años aún, así es que el olvido cubría ya lo mejor de sí misma y de un país “sin timón ni rumbo”, se decía a veces, mientras esperaba a las amigas y veía jugar a los nietos y biznietos de quienes celebraron entonces la llegada de la democracia.

Las máscaras antivirus amordazaban estos días de junio el griterío de los niños jugando alrededor y las confidencias de las parejas sentadas junto a la fuente, cuyos chorros llenaban con el sonido de su borboteo el espacio normalmente reservado a los ruidos propios de una plaza de barrio. Ello no amedrentaba sin embargo a Amèlia, acostumbrada como estaba a los reveses y pérdidas de una vida marcada por los altibajos del país petit, ahora debatiéndose entre las amenazas independentistas, pidiendo a las instituciones que estén “preparadas para culminar el mandato de constituir Catalunya en un estado independiente en forma de República”, y las declaraciones de la ultraderecha afirmando que quienes se manifiestan en su contra  “están enfermos de odio”, y que este es, precisamente, “el principal problema de Catalunya. Un problema de libertad”.

  Total que no ganaba para disgustos, y entre tanto su nieto Guillem no salía del cuarto sino para comer y ducharse, pues del resto vivía allí encerrado entre pantallas y demás ingenios electrónicos de los cuales ella no entendía de la misa la mitad, o ni siquiera. Porque las únicas misas a donde asistía, y con muchos trabajos, eran las organizadas para quienes iban desapareciendo en su entorno. La última, la prima Anna, esfumada en olor de santidad y desdiciendo, así, el llevar el nombre de la patrona de las embarazadas; un estadio que se le negó, como el de encontrar novio formal y mucho menos marido. 

Los años le pasaron conociendo con los padres la España una, grande y libre, gracias a la profesión de viajante del cabeza de familia y cuidando de las hortensias en el patiecito de un principal de l’Eixample, en el cual había transcurrido toda su existencia por encima de sus más recónditos deseos. Secretos, entonces, ocultos en las varillas de las cotillas maternas, los suspensorios paternos y las bozales de los pastores alemanes que movilizaron con sus ladridos y saltos la cotidianeidad, igualmente encotillada, de las décadas sombrías. Por eso cuando terminó de desintegrarse lo que ya había llegado podrido al Valle de los Caídos, se soltó el moño y salió a la calle donde, para desgracia suya, no encontró sino “mezquindad y vileza”, como le gustaba repetir, cuando la prima iba a visitarla a su casa museo. 

Allí, rodeadas por muebles estilo imperio, la profusión de adornos y platería, y el decantar de las lágrimas de una lámpara demasiado aparatosa para la altura del comedor, las dos mujeres evocaban, no sin dejar caer alguna rápidamente enjuagada con los respectivos pañuelos, centelleos de un pretérito compartido, observándolas ahora desde las fotografías familiares esparcidas por mesitas y secreteres. En los cajones de alguno no resultaría difícil encontrar fragmentos del anecdotario que había constituido lo mejor de sus días, dilatándose desde las exiguas experiencias aptas para las mujeres de postguerra. Postales, mementos, recortes, programas y folletos allí contenidos, atestiguaban el limitado caudal de sus salidas: paseos con los hermanos hasta la Font del Gat de Montjuïc, chapuzones en la piscina de los Banys de Sant Sebastià en la Barceloneta, bailes dominicales en el Saló Verdi de Gràcia, sardanas navideñas en el Parc de la Ciutadella, picnics con las amigas bajo un cerezo florido en la Vinya de Montserrat, constituían segmentos del catálogo de lo entonces permisible. 

Sobre la fuente se reflejaba ahora esa memoria de la mano de Amèlia, presta ya, si no con la aguja, ciertamente precisa para trazar en el aire los capítulos que constituían su vida y la de quienes con ella participaron de la mayor porción de un siglo y las primeras décadas de otro milenio.

“No sé pero, de repente, la fuente me recuerda a mi madre. No porque tuviéramos una en casa o porque hubiera ido de pequeña con ella a buscar agua a la del carrer Fonollar, que sí lo hice, sino porque me ha traído a la memoria los dibujos de una colcha azul de ganchillo, tejida por la mare cuando aún estaba de novia amb el pare. Entonces los noviazgos no eran como ahora, acabándose sin razones de peso en menos de un suspiro, no. En aquella época les daban a las muchachas casaderas tiempo suficiente para bordar varias colchas y muchas piezas del ajuar, si tenían traza y paciencia. De lo contrario nos las traían al taller, junto con los camisones de novia, batas y prendas interiores de encaje, tan apreciados por las clientas para satisfacción nuestra. Y si bien me pagaban una miseria, me sentía protegida y contenta de poder contribuir al presupuesto familiar en aquella época gris, donde tanta escasez había y se llevaban a nuestros muchachos a la guerra: primos, vecinos, hermanos. Todos a hacer la guerra que, si antes había sido la de África y la nuestra, después fue la mundial donde también perdimos a muchos en las batallas y los campos de concentración”.

De las paredes metálicas encerrando la fuente Amèlia parecía extraer fragmentos de aquellos holocaustos, cercanos pese a la distancia de los años abriéndose y cerrándose con los chorros de agua; constantes las estaciones en la penumbra de las horas y el discurrir ya plácido de su devenir, realzado ahora por el caudal de recuerdos manando también a borbotones.

“Un hermano del pare se inscribió voluntario en la División Azul y no volvió. Seguramente terminó en alguna fosa común por Alemania, como tantos otros que se habían librado de la guerra nuestra. Entre ellos, un hermano de mi madre escapado a Francia para no ir a la de África, pero murió en un lugar llamado Mauthausen, que se me quedó grabado el nombre pues la mare guardaba un recorte de periódico donde hablaban de aquel sitio y a veces nos lo leía. Claro que yo no entendía mucho y menos el Josep o la Marteta más atentos a sus juegos mientras yo me quedaba al lado de la mare; y aunque no le decía nada, sentía que le estaba haciendo compañía.

La mare fue siempre muy discreta y nunca hablaba de ella. Era como si las cosas que había vivido hubieran quedado sueltas por ahí. Yo a veces en las noches antes de dormirme miraba fijamente hacia la oscuridad, en caso de que se me apareciese alguna, y poder entonces asociarla a los retazos de su vida, extraídos de las contadas ocasiones cuando nos explicaba cosas de la Barcelona de las revueltas y el anarquismo, para poder luego zurcirlos cual si de otra colcha se tratara”.

En tanto avanzaba la mañana se multiplicaban los cochecitos de bebé y los grupos de ancianos llenando los banquitos aledaños. No el de Amèlia, sin embargo, aguardando incompleto por las dos vecinas contando igualmente en su haber historias de conflagraciones y exilios puestas a sostener, tenaces, lo que quedaba de ellas.

*Fragmento de la novela inédita Desde el banquito

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