Escribir porque sí, por el mero hecho de hacerlo, como quien enciende una hoguera o apaga un silencio.
Caminar las calles del bajo Manhattan, atravesar juzgados de turno, blancos y sonámbulos, donde resuenan, en cada esquina, versos del poeta en Nueva York y su desquiciado canto.
Es invierno y amanece en la ciudad. Carritos ambulantes sirven café con leche y bagels con cream cheese que calientan, transitoriamente, almas sedientas de sol. He subido por Broadway hasta Chinatown y me acabo de sentar en un café. En una mesa dos chicas disertan sobre el amor y sus rutinas: “¿Ya le has dicho que lo quieres? No lo hagas, nunca seas la primera en decirlo. Eso lo sabe todo el mundo”.
Un asiático octogenario me mira suavemente. No estoy segura pero me parece que sonríe. Quisiera preguntarle algo pero no me atrevo. Vuelvo a concentrarme en mi cuaderno.
Canal Street por la mañana es un hervidero de transeúntes que caminan a toda prisa, vendedores improvisados que susurran con acentos lejanos marcas de bolsos piratas escondidos tras los subterfugios de trastiendas y almacenes oscuros, puestos multicolores vigilados por seres encapuchados que tiritan de frío.
Escribir porque no queda de otra, porque las palabras son refugio, antídoto, salvación.
Recordé, de repente, a Luis y su agua de calzón. Fue una mañana de julio en Oviedo, él era uno de mis estudiantes del curso de verano en España y siempre respondía a todas mis inquietudes culturales. Estábamos hablando de supersticiones y sus consecuencias, una cosa nos llevó a la otra y sin venir a cuento explicó los mecanismos de un amarre de amor. Para atraer a la persona deseada, según el hechizo, se hacía necesario sumergir la ropa interior del interesado en un vaso de agua, sacarla inmediatamente, y dársela a beber al objeto de adoración. Le pregunté si funcionaba y no pudo contestarme.
Escribir para desafiar al olvido.
He salido de la cafetería y atravieso el Soho con sus cristaleras gigantes. Los maniquíes me miran con ojos ingrávidos. A los lados van quedando las entradas a los trenes subterráneos de Spring Street y Prince. Tras Houston el paisaje comienza a cambiar, a lo lejos se van adivinando, a medida que suben los números de las calles, edificios cada vez más altos en la ciudad de las cuadrículas. En Union Square me encuentro con un mercado al aire libre donde se ofrecen productos alimenticios. En las bancas, individuos abrigados ojean sus celulares o atisban a caminantes náufragos.
Escribir para no morir de frío, de rascacielos, de silencios.
He llegado a la biblioteca pública de la calle 42. Un león me recibe con su corazón de piedra. En el piso de abajo han habilitado una de las sucursales cerrada ahora al público por obras y renovaciones. En mis manos, sorprendidas todavía por este extraño impulso, sostengo el ejemplar de un libro que promete recetas para conseguir amor. Lo primero que descubro es una advertencia del autor en la que señala, implacablemente, que nadie puede apropiarse de las personas. Para mí es suficiente con eso, cierro el libro.
Un amigo me ha dicho que tal vez existan los amarres porque ya no sabemos cómo ligar, cómo acercarnos a las personas, escondidos como estamos tras la pantalla de un ordenador. Yo me niego a pensar eso, creo que mientras exista un vagón de tren, una biblioteca, un cine, un café, un parque inundado de gente o desierto, se abre la posibilidad a un encuentro que desordene nuestros mapas, que subvierta cartografías, que se resista o que vuelva a caer en todos y cada uno de los preceptos aprendidos, profecías autocumplidas o rotundos fracasos.
En un último intento de explicación he cometido otra insensatez, la última de este martes de enero. Me he subido a un bus en la primera avenida y he aterrizado en el Spanish Harlem. Allí florecen, en ciertas calles, las botánicas. Son tienditas pequeñas donde se ofrecen hierbas, velas, estatuillas, collares, y otro tipo de remedios para la protección y sanación, según se lee en sus puertas y en los estantes. Me he adentrado en una de ellas, dos chicas atienden en el mostrador, hablan español y ayudan a los clientes.
Hay un pequeño calefactor y dos personas sentadas en sillas verdes esperan su turno para ver a alguien. Me he acercado a uno de los aparadores y me he dado cuenta de que los inciensos han sido ordenados según diferentes propiedades. En un cuarto al fondo del local se escucha una voz ronca, masculina, que parece alternar preguntas con instrucciones. He sentido un escalofrío y me he marchado silenciosamente.
Escribir para huir, para regresar, para encontrar.
Escribir para descender, sobrevolar, iluminar.
Me despido de las palomas que me miran desde las repisas del Harlem. Anuncian las noticias que un vortex polar nos acecha. Mañana en la escuela hablaremos del gerundio, de los verbos ser y estar, de los días de la semana, los colores y los números en español. Aprenderán y aprenderemos cosas nuevas. Son las cinco y cuarto y la noche comienza a caer sobre Nueva York.
Escribir para conjurar al desarraigo.
Escribir para decir, para inventar, para desafiar.
Escribir para sobrevivir.
Photo Credits: Charley Lhasa ©