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daniel campos
Photo Credits: Krisztina.Konczos ©

Danzantes del Pacífico

Danzan las poderosas olas del Pacífico hasta romper en las rocas, avanzar a la playa y retroceder. Danzan las ramas de los grandes árboles con el viento marino. Danzan la Luna y las estrellas en el cielo nocturno, aunque se escondan detrás de las nubes como bailarinas detrás de sus velos. Y danzan les danzantes de Cabo Blanco al escuchar el mar, sentir el viento y atisbar a Luna y las estrellas a través de velos translúcidos. A veces, mientras bailo en la sala de mi apartamento en Brooklyn para alegrarme, les recuerdo.

Durante nuestra estadía en la Reserva Natural Cabo Blanco, más allá de las actividades físico-mentales y charlas educativas, habíamos bailado bastante y de todo un poco: merengue, reggaetón, salsa, samba, forró, cumbia, swing criollo. Entre las más bailarinas de nuestro grupo se encontraba Gleice, nuestra garota pernambucana, que se apuntaba tanto a bailar salsa cubana o merengue dominicano como a demostrarnos sus pasos de samba o a enseñarnos a bailar forró. Lara, por su parte, nos había transportado a la India cuando nos demostró, con depuración técnica y pasión corporal-espiritual, la danza clásica de Odissi.

Dalia era otra de nuestras bailarinas deslumbrantes. Se apuntaba a todas las piezas siempre y las bailaba con alegría. Cuando escuchaba una cumbia y empezaba moverse al ritmo, se le ensanchaba la sonrisa y del fondo del ser surgía el placer. Bailaba la cumbia al estilo del swing criollo, es decir, a la tica, con un brinquito corto, preciso y elegante. Al bailar swing con ella en la terraza del albergue me sentía como si estuviéramos en una pista de baile de pueblo tico, de San Ramón o Naranjo, por ejemplo. Bailar con ella me hacía sentir muy en casa, en parte por su calidez personal y en parte por su cadencia corporal. En cada país, incluso en cada región, la gente baila los mismos ritmos de forma diferente. Algunas veces la diferencia es tan sutil que no se puede explicar, sólo se siente. Bailar cumbia o salsa con Dalia me sabía a desayunar gallo pinto con tortilla de maíz y café negro de Dota.

Dalia era jueza, al igual que Emi y Nubia. Nuestras tres “judiciales” sugirieron que en el show de talentos bailáramos el Punto Guanacasteco, el baile folclórico más popular de Tiquicia. El show sería durante nuestra fiesta de despedida, la última noche en Cabo Blanco. Era importante hacerlo bien pues Yaudy, Luz y Cristina serían las invitadas de honor. Yaudy, coordinadora de voluntarios en la reserva, nos había guiado en caminatas y acompañado en muchas actividades grupales. Luz, guardaparques apasionada de la naturaleza y comprometida con la importancia de su labor en preservación y educación, se había encargado de la Estación San Miguel durante nuestra visita. Había atendido todas nuestras consultas y había enriquecido nuestro aprendizaje sobre la riqueza natural de la zona. Cristina, oriunda de Limón en el Caribe pero emigrada a la Península de Nicoya en el Pacífico, se había hecho cargo de la cocina de la estación, preparándonos deliciosas y reparadoras comidas. A mí ellas se me hacían entrañables de por sí, porque mi abuela se llama Luz y su mamá se llamaba Cristina. Ver a nuestras anfitrionas juntas me hacía recordar a mi abuela tomando el café de la tarde con sus hermanas en la casa de mi bisabuela.

Por dicha teníamos a las judiciales con nosotres. Dalia, Nubia y Emi reclutaron como bailarina invitada a Dulce, nuestra amiga de Rio Grande do Sul, quien con su espíritu experimental se lanzó a una danza que nada tenía que ver con las polkas de sus ancestros polacos emigrados al sur de Brasil. Como bailarines ticos respondimos José Pablo, que ya había demostrado dotes salseras en los bailes improvisados en la terraza del albergue; Warren, muchachón sensual y atlético, azote de las muchachas y siempre anuente al movimiento sabroso, especialmente con el reggaetón; Alfredo, nuestro cuarto “judicial”, maestro en interpretar ley penal y romper reglas; y yo.

Para el show lo improvisamos todo, desde la vestimenta hasta la coreografía, en cuestión de media hora. Emi, bailarina puntarenense de raíces guanacastecas—es decir, hija del Pacífico—había llevado a la reserva bastantes pañuelos coloridos y chonetes (sombreros de lona), parte de la vestimenta tradicional de los hombres al bailar el Punto Guanacasteco. Los bailarines los combinamos con nuestra ropa deportiva de playa. Parecíamos campesinos surfistas. Las mujeres improvisaron faldas largas y floridas con los pareos que habían llevado para usar en la playa. Ellas sí se veían elegantes. La música y la coreografía las buscamos por internet. Nos emparejamos y practicamos el Punto un par de veces, equivocándonos y modificando las secuencias de pasos según nos parecía. José Pablo, el ingeniero salsero, sacó a relucir su capacidad organizativa para que nuestro baile tuviera al menos un poquito de coherencia.

La coreografía del Punto Guanacasteco representa un cortejo del hombre a la mujer. Cada pareja pasa por distintos momentos de galanteo y coqueteo, de cercanía y distancia, hasta acercarse para darse un beso, velándose discretamente con el pañuelo colorido del galán. La presentación ante nuestro público fue tan divertida que después del show de talentos seguimos la fiesta bailable en la terraza del albergue. El mar cantaba los coros de la música, la brisa nos saludaba y la noche con su Luna y sus estrellas nos amparaba. Éramos sus danzantes en Cabo Blanco.


Photo Credits: Krisztina.Konczos ©

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