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Curvas Peligrosas 

Ya estoy de vuelta en la redacción, de nuevo la rutina se sienta a mi lado a dictarme frases sin sentido que no logro ni siquiera concatenar con oraciones completas.

Evidentemente estoy cansado, por eso apago el computador. Son casi las 9 de la noche y no hay tráfico en Caracas, pues, todo el mundo (bueno, casi todo), está en la playa o la montaña, decido llamar a unas amigas para tomarme un trago y mitigar la ausencia de mi muñeca; así comienza una noche que termina sin duda en un transitar de curvas peligrosas.

Llegamos al lugar de siempre, y luego de tranzarme con el dueño del local para que nos deje consumir unas botellas de Bayly que he traído, una de mis amigas nos cuenta que está por divorciarse. Todos nos quedamos abismados, ya que su esposo también es nuestro amigo y creíamos que se amaban con locura. 

Ella contó que desde la luna de miel comenzaron los cambios, que ya no era igual. Tal vez la “maldición del anillo” hizo morir esa chispa que se necesita para continuar enamorados. Y al final un buen día llegó de la oficina y encontró en su sofá a un hombre totalmente diferente, un Homero Simpsons que ataviado con ropa interior, manipulaba constantemente el control remoto con una sincronía casi perfecta… Ese control que asesinó las cenas románticas, las escapadas a la playa y hasta las noches de pasión. 

No había terminado de contar su relato cuando Dalia, otra de mis amigas comenzó a llorar. Al parecer vio muchas semejanzas (demasiadas para sus gustos) entre su actual pareja y el que se convertiría en los próximos días en el ex de nuestra amiga. Charlie (el causante de las lagrimas) era un filósofo que, a mi modo de ver, había perdido tanto tiempo en filosofar con las complejidades del mundo, que olvidó en algún momento lo hermoso que es amar y dejarse amar. Tal vez con todo su conocimiento teórico, no se dio cuenta de algo que solo descubrimos con la práctica:

El amor es compresión, es perdón, y también es entrega y pasión. 

Luego de hablar largo y tendido, (y beber largo, ancho, vertical y horizontal), salimos del local ya un poco más alegres y con las penas ahogadas en alcohol. Eli trató de montarse en el carro pero ni siquiera podía caminar, Dalia no se atrevía a conducir aun, y Valentina estaba demasiado ocupada tratando de que Eli volviera en sí. Por eso atendí sin reparo al gesto de complicidad que me propinó Dali, invitándome a abordar el puesto del piloto, acompañado por supuesto, de ella como copiloto.

Es curioso que me atreviera a tomar el volante, pues, tenía 4 años sin manejar. Porque hace exactamente en ese periodo tuve un ataque de pánico en plena autopista y casi no lo cuento, pero el día de hoy no sé por qué razón me he atrevido. 

Enciendo a “Chulito” (así bautizó mi amiga a su auto) y comienza la travesía. Lamentablemente para todos, las vías no están para nada alumbradas y para completar mis lentes se han quedado en mi maletín. Hago un gran esfuerzo y logro conducirme cómodamente gracias a la luz de los otros carros. De repente, en un tramo de la autopista llegamos a un ininterrumpido trayecto de curvas peligrosas. 

Dali nota mi temor, y me repite: vas bien amigo, vas bien, estamos contigo; finalmente llegamos al final del camino, las dejo en su casa y estaciono a “Chulito”. Es allí cuando me doy cuenta que, gracias a mis amigas ahora soy otro. Ya no tengo ataques de pánico, no soy prejuicioso, y lo más importante: Me alegra disfrutar los pequeños detalles de la vida, esas picaras travesuras que hacen que valga la pena.

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