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daniel campos
Photos by: André Luiz Rafaini Lopes ©

Cuevita, YMCA, Barbès

Según mi hipótesis actual de cómo vivir una vida peripatética entre San José y Brooklyn, en cada campamento hay que tener gente y lugares estables, personas y puntos de referencia que sirvan de brújula, tienda de campaña, guía, compañero o pareja de baile, según la necesidad.

Elemental es una buena cuevita. En Brooklyn, es mi apartamentico funcional, minimalista: muy iluminado; fresco en el verano y cálido en el invierno; con arbolito (plátano de sombra) al frente y vista al jardín atrás; espacio para dormir, para leer y escribir, para cocinar y comer; y una pequeña biblioteca esencial con obras de Henry Thoureau, Octavio Paz, Mary Oliver, Khalil Gibran, Emily Grosholz, Rosario Castellanos y otros.

Para darle el toque personal, hay cuatro obras de arte que significan mucho para mí. Una acuarela de la iglesia de San Blas en Cuzco que le compré a una mujer artista en el mercado de un pueblito cuzqueño. Y tres impresiones de grabados en madera: uno a colores del restaurante Corner Room y la entrada al campus universitario de la Universidad Estatal de Pensilvania, donde estudié filosofía; una vista en blanco y negro, desde una plaza empedrada bajo la lluvia, del Duomo en Florencia, ciudad amada; y el desnudo en tonos marrón y vino tinto de una mujer tras tomar el baño, del costarricense Fernando Carballo.

En este regreso de San José a Brooklyn llegué cansado, de madrugada, a mi cuevita. Pero me acosté y rapidito me dormí, sintiéndome en casa.

El domingo por la noche decidí lanzarme a la piscina en el YMCA. Nadé suave, mil doscientos metros, manteniendo el ritmo de los dos otros nadadores que compartían carril conmigo. Sentí rica la piscina y en ella tengo historia: allí me recuperé de mi cirugía y lesión de columna. Me reconforta nadar allí.

El lunes di clases en la U. Regresé a cenar a casa. Estaba cansado, pero salí a escuchar música colombiano-panameña a Barbès, bullerengue con el grupo Bulla en el Barrio. No conocía este género de música afrocaribeña, ni al grupo, un taller musical que rescata esa música. Consiste en cantos de mujeres acompañados de percusión. Una cantante lidera y un coro le responde. Cantan sobre los quehaceres de la vida cotidiana y los amores y desamores de sus vidas. La lengua es el español pero las raíces africanas de los ritmos son evidentes. Los trajes de hombres y mujeres son coloridos, alegres, vivaces: azules, amarillos, naranjas, verdes. Pensé que nada más iba a escuchar, pero el bullerengue es baile también. Me disimulé entré los colombianos y las colombianas que sabían lo que bailaban y me apunté. A las 11:17 p.m. me sentí cansado y pensé, «Ya me voy.» Pero la música y el movimiento me atraparon. Regresé a casa pasada la media noche, de nuevo a gusto en Brooklyn.


Photos by: André Luiz Rafaini Lopes ©

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