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Casa en tránsito II: Cuerpo memorioso

35 Saint Nicholas Terrace, Harlem, 10027. Final del invierno

(Canción sugerida: The sounds of silence de Simon and Garfunkel)

A mi me parece que uno recuerda con el cuerpo. Y no a través de un sentido específico: olfato, visión, gusto, el sabor de una magdalena, nada de eso. Es algo que te asalta en toda tu magnitud y que antecede a cualquier pensamiento que puedas llegar a forjar. Quieres inventar palabras. No te da tiempo. Pero no con el cuerpo solo, no se crean, sino en complicidad con el espacio y la manera como se ubica en éste, entre las cosas. Es importante explicarlo porque mi love story está llena de cuerpos que, sin mi, recuerdan. Lo descubrí mirando a las torres que se alzaban frente a la ventana de la cocina en Saint Nicholas Terrace, mi quinto hábitat en pleno Harlem (también las veía desde la ventana del baño. Este era el juego: extender de una torre a otra un pelo largo, negro y tensarlo, tensarlo hasta alcanzar la precisión de un arquitecto. Así nacía mi puente desde la ducha, a cincuenta pies de altura). Cuando pienso en esta zona de la ciudad no puedo dejar de traer de vuelta a las mujeres vestidas de túnicas con arabescos y estampados de colores que me encontraba con cierta frecuencia en la calle: ellas eran el milagro, el evento arrollador que me hacía ver que apenas me estaba preparando para entender lo que realmente significaba andar vestida por el mundo. Lo digo por sus túnicas, pero también, y sobre todo, por sus tocados que eran como su pensamiento paseándose altivo para desafiar a la calle 125 y sus vitrinas de zapatos en promoción que sabía que nunca compraría (demasiado altos, demasiado satinados), los incansables buses de dos pisos llenos de turistas mirándonos de camino al mercado con el carrito de la compra o yendo a Metro PCS a pagar el recibo del celular, como si fuera algo de lo más inhóspito; y al mismísimo Apollo Theater que, siempre digno en su nostalgia del jazz, no podía dejar de inclinarse ante las mujeronas negras y sus cabezas coronadas. Confieso que  quise alguna vez, por pura devoción, hacer mía la sensación del tocado. Lo intenté al salir de la ducha con la toalla enrollada en el pelo. Los resultados fueron más bien prosaicos, aunque debo admitir que con la atención e imaginación necesarias muchas veces logré sentirme como ellas: la auténtica reina de Harlem.

Vuelvo a mi descubrimiento del cuerpo memorioso: si la ventana de mi cuarta casa me regaló la visión de un sueño y el naufragio de los lugares que habían sido y serían míos, esta nueva ventana, la de mi paraíso suspendido en pleno cielo al norte de Manhattan (ha sido mi casa más querida) me trajo de vuelta un mundo. Me di cuenta que cada vez que me sentaba en la silla de la mesa de la cocina, con la piernas flexionadas, justo allí, mirando al occidente frente a las volutas de humo saliendo de las chimeneas, los cactus como reminiscencias de Arizona, el lugar de nacimiento de mi roomate – the desert is the biggest thing, man!-, los árboles reteniendo las hojas en el filo del invierno, ahí, en esas precisa coordenada de acción y espacio-cuerpo, me asaltaba el recuerdo. O más exacto sería decir que todo el escenario y la disposición de mi cuerpo, recordaban a pesar de mi misma (parecía algo que no quería traer de vuelta, que habías dejado cimentado en la parte más lejana de mi casa adentro) Entonces, así, de golpe, volvían desde la coronilla a la base del cráneo, pasando por la espina dorsal, por los tomates, el cuchillo, las torres, el este y mis pies, su golden retriever que murió mientras estábamos lejos (ritual de despedida con piedras y palitos en Owls Head Park); la manera como sobrevivimos al tedio de las filas de IKEA gracias al a veces útil romanticismo; cada recoveco de su casa en la ciudad donde nos conocimos; su familia que me acogió en el juego del para siempre, regalo súbito de una promesa, ilusión de permanencia.

Teníamos que convertirnos en este momento de cactus en la ventana, de tomates picados y agua hirviendo. Es este momento. Nos silencia.

Ahora que escribo aparece una escena que me imagino como el despliegue de un nuevo tocado: ella y yo, una pareja de mujeres latinoamericanas (o mejor sería decir que solo hasta viajar a los EEUU se sintieron  L a t i n o a m e r i c a n a s), llevan en la cabeza un colchón de aire con la firme intención de desafiar al complicado sistema inmobiliario de Nueva York. Sucedió al sur de Brooklyn, en Bayridge, cuna de nuestros primeros hogares. Paseamos nuestro tocado a lo largo y ancho del verano y dormimos cada noche con la sensación de estar sin arraigo, de estar flotando a la espera de nuestra casa. Así empezó todo….Dejo de mirar al occidente. Dejo los tomates, el cuchillo. El cuerpo se calla y  me toca recordar que todavía estoy yo adentro. Salgo de la cocina, me alejo de los pedazos de casas que en ese instante, en esa geografía pequeña, se solapan, convergen en mi cráneo, en mi coxis, mapa súbito al que puedo volver, y me dirijo al puente suspendido entre las dos torres. Es mi lugar, debo cuidar mi mundo, debo seguir practicando mi estrategia para hacerme dueña de esta tierra ignota. Pero el puente es frágil. Ya no recuerdo. Y ya nada recuerda por mi.

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