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Gavina Falchi
viceversa magazine

¿Cuántas cruces faltan para resucitar un País?

“È il mio cuore il paese più straziato”

(G.Ungaretti)

El aire primaveral es tibio, viscoso y húmedo como sólo en el trópico. Caminar. Necesito caminar, gozar del tiempo, sentir mi respiración que cambia, los músculos que retoman vida; necesito mirar el cielo y rozar los muros. Necesito aire y lentitud.

El verdadero desafío de todos los días es intentar ponerse en los zapatos de los demás. No es fácil para nada. Me siento culpable hasta de poder tomar café en la mañana…

La humanidad maltratada del “otro” está siempre frente a mis ojos. Ahora ya no veo en las caras de “mi prójimo “ sólo cansancio y muda resignación; ahora empieza a aflorar el miedo y, tal vez muy pronto, se asomará el odio… Siento a menudo que somos todos como planetas expulsados de repente fuera de sus órbitas naturales. Desorientados y perdidos vagamos en la atmosfera en el intento de recuperar nuestras vidas tal y como las habíamos pensado

 


Hoy, en el Metro, de nuevo me sacude ese olor tremendo a pobreza extrema. Es un olor peculiar, punzante, que me agrede sin remedio la nariz y me asquea en lo más profundo. Me recuerda el hedor de unos indigentes que pedían limosnas envueltos en unos trapos inmundos en la puerta de mi iglesia, cuando vivía en Italia, de niña, y también el de unos Rom que vagaban por mi ciudad y que mi mamá llamaba, con un asomo de miedo en su voz, “gli zingari” (los gitanos).

Miro a mi alrededor con aparente desenfado pero buscando, en efecto, de donde llega esa peste nauseabunda y creo entenderlo. Son un joven y una muchacha que huelen así. Están sentados frente a mí; ella es visiblemente menor que él, está recostada sobre sus rodillas, tiene una expresión ausente en la cara. Su piel es color canela, los cabellos son una maraña enredada y desteñida de un color impreciso, pues la suciedad no deja intuir el original. Lleva una camiseta sin mangas, mínima, que le deja la espalda medio destapada y a la altura de la cintura brilla una cicatriz muy fea, un cordón blanquecino grueso y sobresaliente, producto de una herida o, quizás, de una quemada. Observo esa cicatriz y enseguida me vienen a la mente imágenes rudas de maltratos, violencias, accidentes domésticos.

Ambos tienen un aspecto devastado. Él mira hacia el vacío, masca ruidosamente un chicle; ella cabecea, tiene los ojos a medio abrir, la mirada es opaca y hueca; el hambre o el sueño están por tumbarla, vencerla sin misericordia. Aguanto la respiración, no sin antes intercambiar una mirada de complicidad silenciosa con mis vecinos. Todos, alrededor,  hablamos el mismo idioma mudo, espeso como el grosor de nuestra impotencia. El olor es insoportable; no golpea sólo mis narices rebeldes sino, sobretodo, mi conciencia maltrecha y el apremiante sentido de culpa que también me sofoca.

Cada día aumenta el hedor de la miseria que emana de esta humanidad desahuciada. Estos trenes, con su carga pesada de pobreza y de hambre me recuerdan, de pronto, los viajes sin retorno de los judíos, deportados a los campos de exterminio. El Metro, nuestro Metro, como los trenes de la muerte; Caracas como una nueva, monstruosa Auschwitz…

 


Despierto con una pena demasiado honda en el alma. Me atacan, repentinas, las náuseas. Ayer fue otro día sangriento, como lo han sido todos los de los últimos dos meses aquí en Venezuela. Días de muerte y de atrocidades tan inmensas, como dolorosamente inútiles. Otro adolescente muerto. Diecisiete años tirados encima del asfalto caliente, saliendo a borbotones desde un pecho abierto, disueltos en un lago de sangre y de lacrimógenos. La cuenta de los muertos es un parte de guerra temido y puntual; no sé si llamarlos días de protesta o de masacre, pues las dos cosas coinciden. Una tristeza profunda me ocupa el alma; una tristeza mixta a una incredulidad tenaz como una camisa de fuerza de la que no logro zafarme.

Pienso en la mamá del jovencito y de todos los hijos que se nos han ido, día tras día, en una procesión macabra y larguísima; pienso en sus corazones huérfanos, en el dolor agobiante que, seguro, corta el aliento y nubla la mente de esas mujeres desgarradas.

¿Cuántas cruces aún? ¿Cuántas faltan para resucitar un País?

Todos cargamos encima la misma capa densa de invencible cansancio, de agotamiento y de desconfianza sutil. El pesimismo nos invade a menudo, insidioso y grisáceo, aunque después, poco a poco, las fuerzas regresan, igual que la esperanza perdida.

Las cicatrices, en cambio, no, esas no desaparecen nunca. Nos bordan el alma, como una filigrana indeleble.

 


Photo Credits: marco monetti

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