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Gavina Falchi
viceversa

Cuando el alma duele

Me despierto cansada, diría que exhausta, con dolores musculares y contracturas profundas, como si hubiese pasado la noche apretando duro los dientes para resistir a espantosos temores o librando, sin saberlo, quien sabe cuales horribles combates en contra de enemigos desconocidos…

Me pregunto el porqué de tantos sueños atormentados -ahora los recuerdo a menudo – y de tanta subterránea y nocturna agitación de la que subo a flote, en la mañana, completamente agotada, pero que después desaparece con la primera luz del amanecer, con los primeros gestos conscientes. ¿Porqué todo esto?, me pregunto, y después recuerdo, como en una secuencia de flashes que me estallan por dentro, lo que está ocurriendo en las calles del país. Y allí está la respuesta.

Las últimas semanas han sido nefastas. A mi alrededor he respirado sólo tristeza, tan honda y devastadora que el corazón se me ha arrugado poco a poco hasta convertirse en un pobre higo seco. ¿Cómo no llorar frente a la muerte y a la desesperación? ¿Frente al horror de tanta crueldad? Entonces, el fluir inexorable de los días me parece soso e inútil, como inútil siento que es, a veces, leer las noticias, divulgarlas junto con los sonidos y las imágenes que nos maltratan el alma marcándola con arañazos imborrables. Sin embargo sé que debo hacerlo, aun cuando la tentación de desviar la mirada y huir es muy fuerte, pero la consciencia no me deja.

Un enorme rechazo me habita; me cuesta trabajo creer lo que está ocurriendo; me siento anestesiada, paralizada, invadida por una pesadez y una abulia mortales. Ni siquiera me levantaría, ciertas mañanas, pues hay mañanas – muchas – ¡en que me siento culpable hasta de estar viva! Pasaría los días encerrada en la casa, prisionera voluntaria de este toque de queda auto impuesto, contemplando el vacío de estos cuartos desocupados y silenciosos, donde vago con los ojos secos y el aliento corto. Ahora yo también formo parte de este ejercito nutrido de desterrados en patria, de padres “huérfanos” y “resistentes”; yo también masco noches y días todos iguales, llenos sólo de tozudo aguante y de melancólica nostalgia mixta a un gran orgullo por estos muchachos nuestros – porque son todos hijos nuestros – que se han ido de esta ciudad, de este país, aunque muy a su pesar; un país que poco a poco se ha convertido en una suerte de trampa mortal, donde el futuro es un cielo nublado y la vida misma un gran punto de interrogación. Y me siento orgullosa, aún más, por los que se han quedado, y luchan limpiamente por ellos, por los demás y por todos, derrochando valor y entereza, y por los caídos, que ya no volverán.

Todos estamos esparcidos como migajas al viento, impalpables, todos lejos, todos exiliados aún en nuestra propia tierra; cada uno con sus recuerdos y su soledad, esperando un nuevo encuentro, el próximo viaje, el mensajito diario tranquilizador. ¿Todo bien,hijo? Todo bien, ma’.

El dolor y el mal de esta ciudad son cada día más intensos y además todo aquí, en la exhuberancia de la luz del trópico, pareciera multiplicarse y crecer, las alegrías más brillantes como los dramas más desgarradores. Vivo en una burbuja de jabón, fragilísima y transparente, suspendida por encima de la fealdad de este monstruo en que se ha vuelto Caracas y que como toda barbaridad pareciera no surtir ningún efecto en quiénes llevan demasiado tiempo mirando sin ver. El dolor, de hecho, puede esconder a menudo encantos desmedidos, pero sólo si quien mira no tiene el corazón medio tibio. Siento que camino todo el tiempo al borde de un despeñadero. Sin embargo, ya no me hago más preguntas. Sólo sé que mi lugar es éste.


Photo Credits: Gabriela Camaton

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