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Le Bal du Moulin de la Galette Renoir
Le Bal du Moulin de la Galette Renoir

Cuadros

Le Bal du Moulin de la Galette, pintado por Pierre-Auguste Renoir en 1870, se ha convertido en el paradigma del movimiento impresionista. Colgada en museos distribuidos alrededor del mundo, la obra retrata una salida de domingo de miembros de las clases populares de París.

El Moulin de la Galette estaba situado en el barrio de Montmartre, lugar de residencia de la clase popular y la bohemia parisinas. Todos los domingos, el molino organizaba bailes al aire libre. Estos se acompañaban de galletas y cerveza y duraban hasta la madrugada, y los asistentes se arreglaban cuidadosamente para la fiesta. Renoir se hallaba entre los clientes habituales de estas veladas, por lo cual la obra fue ejecutada al aire libre, al gusto impresionista.

El cuadro reúne los principales rasgos del impresionismo: pinceladas gruesas, estilo esbozado, énfasis en los efectos del cambio y el movimiento de la luz, juego de luces y sombras, colores intensos y elección de las clases populares como sujeto. Además, la ausencia de un foco específico, la expresión del movimiento y la ilusión de espontaneidad crean en los espectadores la vivencia de haber penetrado en el espacio en donde la escena tiene lugar.

Este movimiento surgió en la segunda mitad del siglo XIX. Se trataba de una reacción de un grupo diverso de artistas contra el arte predominante en el París contemporáneo, aceptado por las instituciones: un arte elitista, alejado del realismo de la calle, que adoptaba la mitología como tema y cuya estética incluía líneas definidas y colores oscuros. El arte impresionista nació después de la revolución industrial y coincidió con sus secuelas. Sucedió a la renovación de París, así como a la división de clases encarnada en la separación en barrios establecida a los lados del Sena. El principal río de la ciudad separaba las viviendas lujosas, destinadas a las clases acomodadas y ubicadas a la derecha, de las viviendas modestas de la clase obrera, situadas a la izquierda.

La revolución industrial generó una transformación profunda y variada en los países europeos. Esta incluyó el paso de la producción artesanal, lenta y módica, a la producción fabril, rápida y a gran escala. La nueva modalidad de fabricación exigía la búsqueda de materias primas y mercados. El descubrimiento del vapor como fuente de energía y la invención del ferrocarril que aquel generó dieron a Europa una razón y un instrumento para lograr su objetivo: la colonización. Así, el impresionismo coincidió con el afán de las naciones colonizadoras y sus habitantes de acumular los tesoros arrebatados a los países colonizados. Este afán condujo al surgimiento de los museos de las potencias conquistadoras como lugar de almacenamiento y exhibición de “objetos” del arte “primitivo”, y del ansia de colección de sus ciudadanos. En su libro The Hare with Amber Eyes, Edmund de Waal describe la fiebre de adquisición de objetos de arte japonés que reinaba en la nobleza, la burguesía y la bohemia parisinas, e incluye a los impresionistas en el grupo.

Vinculada con el celo coleccionista, podemos encontrar otra de las invenciones que fueron consecuencia de la revolución industrial (como la electricidad, la radio y el teléfono): la cámara de fotos. Como señala Graham Clarke, la cámara era un instrumento de registro y, en ese sentido, de gran utilidad para la colección. Por ello, fue sumamente beneficiosa durante la era colonial; esta fue la era de la posesión y, por lo tanto, del registro de las posesiones: objetos, esclavos y habitantes de las colonias.

Pero la cámara era más que un instrumento de la ciencia, ya fuera la botánica, la biología, la química o la óptica: era un instrumento del arte. Los pintores impresionistas eran hijos de la modernidad y, como tales, abandonaron la Academia de Bellas Artes, que se aferraba a la tradición, es decir, al arte del pasado, renacentista y neoclásico. En su lugar, eligieron tomar partido por los descubrimientos científicos modernos aplicados al invento de la cámara. Entre ellos se hallaba el uso del yoduro, ya que, gracias al mecanismo fotográfico, este producto se transformaba químicamente por la acción de la luz, y la adopción de los efectos de su alteración. En ese sentido, estos artistas trasladaron todas las características de la fotografía a la pintura. En su historia de la fotografía, Clarke enumera las desventajas del daguerrotipo, entre ellas, la producción de imágenes borrosas cuando se fotografiaba un objeto en movimiento. Los impresionistas lograron ese aparente borroneo mediante el uso de pinceladas gruesas y sueltas. Además, los cuadros semejaban una fotografía por la agrupación de los sujetos en un mismo marco.

Sin embargo, la imitación anhelada tuvo efectos paradójicos. Junto a la acogida aparentemente entusiasta de los avances desatados por la revolución industrial, se daba un resultado imprevisto; se frenaba la marcha del tiempo. David Harvey subraya el rasgo identificativo de la era moderna: la fugacidad. Se trataba de una época de cambios vertiginosos que se sucedían a una velocidad exponencial. Esa fugacidad desaparece en el retrato de Renoir del baile en el Moulin de la Galette. Si bien el cuadro da una imagen general de movimiento, este se ha paralizado. Las parejas que bailaban entrelazando los cuerpos, las madres que hacían gestos cariñosos a sus hijos y los hombres que dirigían miradas lascivas a las mujeres están detenidos en el tiempo. El momento fugaz se congela y, así, se eterniza. Como señala Harvey, los artistas que surgieron y se desarrollaron durante el modernismo produjeron obras que reflejaban la propia ambivalencia. En la obra de los impresionistas – y en la de Renoir en particular – coincide la celebración de la entrada a la era moderna (y del progreso característico de esta, progreso que avanzaba a pasos agigantados) mediante una imitación de la fotografía, con las consecuencias de dicha elección: la fijación del tiempo y, con él, la detención del progreso.

Renoir pintó el cuadro para la exposición impresionista en plena aceleración de las transformaciones de la modernidad. La rapidez de esos cambios generó reacciones antagónicas: protestas de los socialistas y revoluciones de los trabajadores rurales y los comunistas, por un lado; y celebraciones de la aparente eternidad del progreso por parte del imperio y de la burguesía, por el otro. En esa época de contradicciones, el cuadro era, como la cámara, un recurso para detener el paso del tiempo. Fijaba el movimiento en la tela, como lo hacía la cámara en el papel albuminado. Sin embargo, a medida que fueron pasando los años, el cuadro, como el progreso, demostró el fracaso de las confiadas predicciones de autores y espectadores: los óleos se desconcharon; los colores se desvanecieron; las telas se agrietaron; los intentos de restauración fracasaron; los museos se vieron obligados a cerrar.

Ciento cincuenta años después, habría que preguntarse quién ha ganado esta batalla. ¿Acaso es el tiempo un adversario imposible de vencer?

Ya en la época del impresionismo y, más tarde, en los siglos XIX y XX, el arte consagrado por las instituciones y por el público estaba colgado en las paredes de los museos. Con el tiempo, así como sucedió con la pintura impresionista, las obras creadas en rebelión contra el arte expuesto en los museos se institucionalizaron (la guerrilla artística, el Instituto Di Tella, Tucumán Arde y el arte callejero, de los setenta hasta el presente). Para los pintores impresionistas, imitar la fotografía era rebelarse contra el arte romántico. Para los pintores vanguardistas, según Helio Piñón, la representatividad (sea en la tela del arte o en el papel fotográfico) debía ser motivo de crítica: no había que copiar la realidad, sino inventarla. El arte impresionista pasó de rebelde a clásico. A lo largo de la historia, Le Bal terminó colgado en las paredes del Musée d’Orsay, el Metropolitan Museum y el Museo de Bellas Artes, entre otros, y los empleados de estos fracasaron en sus esfuerzos por restaurarla. Por eso, sus visitantes se encontraban cada vez más con espacios vacíos. Y hoy no pueden visitarlos a causa de la pandemia.

El tiempo posee aún otro adversario: la Internet. En la actualidad, Le Bal circula por los espacios virtuales gracias a las abundantes repeticiones de su imagen. La persistencia de la obra, entonces, dependería de la supervivencia de su circulación por el espacio virtual, que duraría lo que durasen las computadoras (que durarían lo que durasen los metales presentes en sus baterías, entre ellos, litio, manganeso, níquel, cobalto y cobre) y la electricidad (que duraría lo que durasen las posibles fuentes de generación y almacenamiento).

Es muy probable que los metales se agoten gradualmente por su repetida extracción. Además, se siguen buscando fuentes de energía distintas del petróleo, el carbón y el gas, que tienen grandes posibilidades de extinguirse. Por ello, la ilusión, aparentemente inconsciente, de haber congelado el avance del tiempo y, al hacerlo, controlar el avance de los cambios parece no ser más que una ilusión.


Photo: Pierre-Auguste Renoir, Le Bal du Moulin de la Galette. Óleo sobre tela, 1876

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