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eunice medrano
Photo Credits: pierpeter ©

¿Cruzamos?

– ¿Cuáles son tus intenciones con Mauricio?-, me preguntó su mejor amigo y socio tratando de indagar el por qué de mi presencia.

– ¿Hacerle pasticho de berenjena los domingos?-, respondí temerosa dejando abierta la posibilidad de volver el domingo, cualquier domingo… todos los domingos.

Cuando salí de esa relación tóxica en la que me perdí por tres años juré ante todas las deidades conocidas o desconocidas que jamás volvería a tener una relación. Era normal, me habían roto el corazón, el alma y la vida en tantos pedazos que me parecía inviable una reconstrucción.

Creí que jamás volvería a sentirme bien conmigo misma, que no habría posibilidades de reconciliación con esa Eunice que permitió tanto desbarajuste en su vida, quizás esa sea la parte más complicada de todo el proceso… eso y explicar el por qué. Mucho menos pensé que volvería a querer.

El malestar en mi relación no comenzó después del matrimonio, esa es una verdad que debo comenzar a aceptar por el bien de todos. Habían pasado solo cuatro meses desde que cruzamos miradas por primera vez en aquel periódico que sirvió de escenario para nuestro primer beso y para nuestras muchas despedidas.

Cumplíamos tres meses juntos y quisimos celebrarlo de una forma normal para muchos pero poco común para nosotros, puesto que su ritmo de vida no nos dejaba tiempo libre para el esparcimiento. Ese día iríamos a un hotel para celebrar la fogosidad de nuestro amor, pero no pasó. Él se retrasó.

Comencé a cenar mientras lo esperaba en el restaurante, llegó súper tarde, estaba molesto conmigo o con él, no lo sé, solo recuerdo que pagué los platos rotos. Antes de él no me gustaba el conflicto -aún no me gusta-, eso de pelear no se me daba muy bien, mis molestias duran 5 minutos y siempre traté de librarlas todo con un chiste. Hasta que la gracia me valió la desconfianza casi perpetua a los “fue sin culpa”.

Para ese momento mi país lloraba la derrota de Henrique Capriles, esa misma que quiso defender en las calles pero no tuvo quién la apoyara. Venezuela firmó ese año, en el 2012, la sentencia de su naufragio… al igual que yo dos años más tarde.

A mi ex le estresaban esas cosas, estaba involucrado en el mundo de la política, era un idealista perdido. Yo admiraba su pasión por defender la verdad… su verdad. Después esa admiración me jugó en contra.

Esa noche, luego de llegar al restaurante, me aseguró que ya no iríamos a ningún lado. Uno de mis mayores delirios es comprar lencería, sentir el encaje sexy en mi piel es una de las sensaciones más excitantes que vivo. Había comprado un conjunto especial para ese día en La Senza, mi tienda favorita. Nunca lo usé… nunca lo he usado.

Baja la guardia traes hielo en la mirada”, escribí en la factura de aquella cena insípida que invité esa noche. Santiago Cruz era mi artista de ese momento, tenía su canción en la cabeza, me la habían dedicado en noviembre del año anterior cuando un hombre con el que salí me confesó que me había mentido. Solo quería eso, que bajara la guardia y aprovecháramos las pocas horas del día que nos quedaban. Nos fuimos a su casa.

Fue la primera vez que me agredió físicamente no me golpeó, solo me lanzó a la cama, se montó encima de mí, me inmovilizó, colocó sus dedos en mi boca y con sus uñas aruñó todo mi paladar. Creo que nunca olvidaré esa sensación de dolor tan extraña y desagradable.

No había marcas, huella o cicatriz pero había sucedido, estaba en mi memoria -aún se mantiene solo que ya no duele-. Fue un 2 de noviembre la primera vez que me pidió perdón jurándome que no lo quería hacer, que no sabía lo que había pasado, rogándome que no me fuera. El miedo que yo sentía me dejó paralizada, no entendía qué había pasado, qué había hecho para que todo eso sucediera. Fue el principio de mi locura, de mi gran error: creer que yo había sido la responsable de provocar aquella situación.

Cuando me separé quise creer que bloqueando mis recuerdos, huyendo al país más austral de todos, alejándome de todo lo que me recordara aquel terror, lograría superar lo que viví. La realidad es que solo yo tenía el poder de hacerlo, pero aún no estaba lista para soltar.

Reconocer mis culpas fue la primera parte clave del proceso, no caer en la victimización la segunda. Perdonarme fue lo más difícil… perdonarlo fue lo más fácil. Al final esos procesos tienen que ver más con nosotros que con los demás. Pero seguían los traumas, ya no era la misma, en algunas noches de luna llena las heridas se abrían y me dolían, era difícil volver a confiar.

– Nunca más volveré a estar con nadie-, le aseguré a mi ex suegra luego de una larga conversación poco antes de venirme a Santiago.

– No digas eso, eres muy joven, todo pasará-, me respondió en el único momento que la sentí sincera.

– Es lo que yo le digo-, reafirmó mi mamá.

Cuatro años más tarde estaba sentada en la barra de un bar disfrutando del show de stand up comedy de unos amigos. El espacio estaba full, yo estaba un poco nerviosa porque tenía a mi mamá con los niños en el parque de enfrente mientras yo me distraía, la culpa por disfrutar de un momento de soledad no me abandonaba, por lo que salía y entraba del bar a cada rato.

Quería ver a mis amigos, aplaudirlos, desconectarme pero entre el estrés de tener a los niños en otro lugar y el tener que esquivar a ese que se movía por toda la sala tratando de capturar los mejores movimientos de los comediantes, no logré.

– ¿Te puedes mover? Necesito hacer la foto-, me ordenó el fotógrafo con un tono bastante distante.

– Sí, obvio-, respondí manteniéndome en mi mood de felicidad plena.

Coincidencialmente tuve que buscarlo semanas después para que me facilitara algunas fotos del show para acompañar una entrevista que les había hecho a mis amigos. Meses más tarde ese fotógrafo me escribía todos los días, me daba consejos, me hacía reír, apoyaba mis sueños y se sentaba en la primera fila para disfrutar el verme venciendo mis miedos.

Sentía un poco de temor, no quería romper esa promesa que me había hecho de estar sola por el resto de mis días, no sabía qué tan dispuesta estaba a arriesgar a que alguien abriera mis heridas. El amor por más dulce y bonito que sea, en algún punto comienza a doler. Me daba un vacío en el estómago de nada más imaginar el volver a exponerme.

Ese sábado, el de nuestra primera cita, recordé la palabra de un libro de Elizabeth Gilbert, la divorciada que más admiro, “attraversiamo” que significa “crucemos”. Ya había estado el tiempo suficiente en mi isla de soledad, quería volver a sentirme viva, había cultivado por mucho tiempo mi amor propio, estaba segura de que sabría alejarme de ser necesario. Así que me atreví, vencí mis miedos, abracé mi pasado, me despedí de él y crucé. Respondí todos sus mensajes cada día.

Ya hace mucho tiempo me había convencido de que no todos los hombres son iguales, pero ahora me tocó demostrarlo. Mi ex suegra y mi madre tenían razón, con el tiempo -y con las herramientas necesarias- todo pasa y esa parte de ti que creías muerta vuelve a renacer. Con los años vuelves a creer en el amor de forma más madura, real pero con ese toque de inocencia que te dan las 15 primaveras.

– ¿Cuáles son tus intenciones con Mauricio?-, me preguntó su mejor amigo y socio tratando de indagar el por qué de mi presencia.

Sonreí, no tenía preparada una respuesta, no esperaba la pregunta. Quise decir “adiós, me voy” pero me vi en esos ojos marrones que me desnudan el alma, que me hacen reír con los riñones, que me permiten ser yo misma y me perdí. Quise quedarme esa noche, correr el riesgo de querer volver.

– ¿Hacerle pasticho de berenjena los domingos?-, respondí temerosa dejando abierta la posibilidad de volver el domingo, cualquier domingo… todos los domingos.

Esa respuesta fue la prueba de que las cicatrices de mi alma estaban curadas, pues el deseo de cocinarle era, para mí, prueba fiel de que el pasado había sido y de que mi boca no volvería a probar ni a sentir las hieles amargas de ningún niño asustado consecuencia de una infancia destruída.

Después del tiempo te das cuenta que las heridas del camino son necesarias para apreciar la meta y que el casi morir de tristeza te hace valorar mucho más el amor cuando llega. El miedo de dejarte llevar, esos temores absurdos de que te vuelvan a lastimar se apaciguan en las aguas calmadas de los brazos correctos.

Entonces, ¿qué dices?… ¿Cruzamos?


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