Salgo a mi jardín de madrugada. Quiero verla. Con pies descalzos sobre el zacate, cuerpo erguido y cabeza levantada, la busco en el firmamento, allá, hacia el sur, sobre las montañas que rodean a mi valle. Pero la noche está nublada y no se ve ni una estrella. Me encuentro con un cielo blancuzco y tétrico. El único brillo nocturno proviene de los faroles amarillos que iluminan la calle. Más lejanas, titilan las luces trémulas de los barrios que escalan las laderas de las montañas de Alajuelita. Las cumbres, como el cielo, se esconden detrás de un denso velo de nubes. No sé si el velo se levantará. Sin embargo quiero verla. Decido esperar.
Mientras tanto visito a mis muchachas. La buganvilla veranera no florece durante esta estación lluviosa para vestirse de angelitas blancas. La pasiflora que se enreda en el muro del jardín tampoco ofrece sus pasiones rojas. Pero los geranios morados sí despiden su olor áspero. Las flores magenta de uno de los rosales reposan en la quietud de la noche josefina. En lo más alto del otro rosal se engarza un botón amarillo a punto de abrirse como una alegría nocturna. En la orquídea ya despuntan ocho botones. Pero sé que estas flores, unas raras chicas glaucas de pecas moradas, demorarán un mes más para abrirse. Es por ello que me gustan, por extrañas e introvertidas.
Después de visitar a mis muchachas, miro de nuevo al cielo. Permanece el manto de nubes. Pero esta noche, como sea, quiero verla. Mientras espero su aparición, recuerdo la primera vez que la vi. Fue en el otoño en que decidí acatar el lema del maestro uruguayo Joaquín Torres García: «Nuestro norte es el sur». Habiendo emigrado del istmo hacia el norte, intenté emigrar al sur. Aterricé en Montevideo y cerca de allí, en la ribera norte del Río de la Plata, observé el cielo nocturno y reconocí la Cruz del Sur. Desde allí me daba la bienvenida y me saludaba, colgada de un tejido negro con pines luminosos. Mi corazón latió fuerte, como si ella iluminase mi ser interior.
De tierras orientales del Uruguay continué hacia el norte, adentrándome en Brasil. Recalé en los linderos del Trópico de Capricornio para ocuparme de la filosofía. Cada noche me acordaba de buscar mi constelación tutelar en el firmamento. Entendí poco a poco qué es filosofía viva y poesía cotidiana. Es, por ejemplo, mirar al cielo, maravillarse, olvidarse de los rollos y deleitarse al ver la Cruz del Sur. Intenté permanecer bajo su guía nocturna, pero por cosas de la vida mi tentativa de emigrar acabó con un vuelo hacia Nueva York para trabajar en Brooklyn.
Un tiempo después, de visita en Costa Rica, vi la luna levantarse sobre el Cerro Turrubares, al este de Lagunillas de Tárcoles, a las 22:45. A las 23:00 miré el cielo estrellado en dirección sur y para mi enorme sorpresa y perplejidad reconocí a la Cruz del Sur. Se había levantado unos 30 grados sobre el horizonte, por encimita del relieve de las montañas. Yo pensaba que esa constelación no se veía desde el hemisferio norte. Entonces, tuve que observarla por muchos minutos para convencerme. Era ella, saludándome, erguida y casi posada sobre las cumbres de la montañas. Y en cuanto la miraba, una estrella fugaz se encendió en el cielo y recorrió un arco del noreste hacia el suroeste, pasando por el frente de la Cruz del Sur desde mi perspectiva. Le dije a la estrella: —Llevame con vos del norte para el sur—. La estrella y la Cruz me escucharon a su manera y me convirtieron en un peripatético criollo que viene y va entre las tres Américas.
Luego aprendí a ubicar la Cruz en el cielo josefino. Desde entonces siempre que regreso a mi ciudad la busco, como ahora que estoy en mi jardín esperándola. Avanza la madrugada y empiezo a desanimarme. Pero la noche premia mi paciencia. Un viento divino se lleva las nubes, el cielo se despeja y la atisbo allá, en dirección suroeste, sobre las montañas. No está erguida sino que ya se ha inclinado hacia el oeste, describiendo su curso en el firmamento. Pero se ve enorme y cercana en su bóveda azul cobalto. La contemplo y le agradezco su compañía.
Cruz del Sur: ¡cómo te quiero! Pueden refulgir la Venus blanca y el rojo Marte, centellear las Osas y el Cinturón de Orión. Pero yo te quiero a vos, como Dante a su Beatriz. ¿Y sabés qué? Creo que me iré al suroeste, a la costa, para verte más nítida y sentirte más cercana.
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