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Orlando Romano

Crónicas de mis putas urbanas: El jugador de ajedrez

La historia me fue contada por Enrique Mozert, un viejo maestro de ajedrez que conocí hace una pila de años en un cafetín de Buenos Aires mientras jugaba ─por dinero─ con sus alumnos menos avanzados. Era un personaje graciosísimo al que se le caían las historias más disparatadas de los bolsillos, casi todas vinculadas al mundo de los trebejos. La única vez que lo vi con un semblante muy serio, e incluso triste, fue cuando me habló de Federico Klavenpach.

El párrafo que sigue es la transcripción de lo que le dijo al viejo Mozert la madre de Klavenpach, cuando llegó a Buenos Aires con la misión de llevarse el cadáver de su hijo:

«Cómo explicárselo, a ver… Fede era uno de esos muchachitos que no tienen un solo pensamiento malo en la cabeza. Desde pequeño lo veía muy inocente comparándolo con chicos de su misma edad. Siempre temí por él. Tal vez, al no contar con un padre, lo sobreprotegí y lo hice débil, pero el corazón de una madre sabe cuándo puede perder a un hijo en cualquier momento, por la simple razón de que el mundo es un sitio demasiado duro para muchachos así»


La otra transcripción pertenece a la voz de Consuelo Vargas quien, ya vieja, frecuentaba el jardín botánico (hasta su internación, acudió allí cada sábado por la tarde), donde se juntaban varios grupos de jubilados a jugar dominó, cartas, damas y ajedrez:

«En sus ojos pude ver que él era muy diferente de todos esos tipos que me observaban como si fuesen hienas nocturnas y babosas. Me dio la sensación de ser un osito panda extraviado en una jungla que pedía compañía y protección. Sus ojos irradiaban una luz, una bondad, una ternura escondidas que sólo una puta podía descubrir al primer golpe de vista».


Las razones de su suicidio están explicadas en una carta, que le deja a su madre, fechada un día del mes de junio de 1970: “tuve deseos de matar. He dejado de ser bueno, he dejado de reír”.

Oscar Wilde decía: si quieres arruinarle la vida a un hombre, enséñale a jugar ajedrez. Pienso (porque lo he visto) que se refería a que se convierte en una obsesión tal que ya no se piensa en otra cosa, y que a partir de ese juego, se puede pasar a otros, donde priman las apuestas y todo lo malo que eso conlleva. En cuanto a la relación de Federico Klavenpach con este juego, aprendió solo. Era un excelente jugador. A sus catorce años ya había estudiado y memorizado los conceptos ajedrecísticos de cuanto libro podía conseguir (que no eran tantos, pero sí los fundamentales y más avanzados). Por aquel entonces, en su provincia natal, Santa Fe, eran muy pocos los rivales que le oponían cierta resistencia. En su pueblo trabajó muchos años como cadete de un pequeño supermercado, pero mientras tanto, en silencio y pacientemente, iba dándole vida al libro que lo sacaría a él y a su madre de una pobreza moderada: un volumen con 365 problemas de ajedrez, que consistían en dar jaque mate en dos, tres o cuatro jugadas.

Una mañana de junio, cuando contaba los veinte años (era muy alto, y aparentaba más por su barba), la radio le dio la noticia de que en la capital del país se desarrollaría un torneo de alto nivel, con premios importantes, donde intervendrían grandes maestros que él admiraba y estudiaba. Se hablaba de la posible visita del inigualable genio Bobby Fischer, cuyo carácter terrible hacía imposible confirmar su participación. Incluso habría un par de becas para perfeccionarse en Cuba y Barcelona. Era la oportunidad que esperó siempre, el sueño que esperó siempre. Su patrón ─un anciano que lo apreciaba casi como a un pariente─ accedió a que se ausentara por diez días, y hasta le adelantó tres meses de sueldo para que pudiera moverse con cierta tranquilidad.

Llegó a Buenos Aires tres días antes del torneo, el tiempo suficiente para buscar alojamiento, aclimatarse a la gran ciudad y concentrar su mente en una sola dirección: el rey enemigo. Una de esas noches previas a la competencia, tras largas horas de estar frente a su tablero, salió a la calle para distenderse, comer algo liviano y que el aire fresco le calmara un brutal dolor en las sienes. La escena fue más o menos así:

El muchacho entra a un viejo bar del barrio de Balvanera y se acomoda en un extremo de la barra: saluda al camarero, pide un tostado y una taza de leche tibia. En una mesa del fondo, junto a un extenso ventanal, Enrique Mozert imparte conceptos básicos a un nuevo alumno. Una mujer que quita el aliento observa al recién llegado desde el extremo más iluminado del salón. Luce una polera roja, bien comprimida, y un abrigo negro, grueso, recortado en las rodillas. Incluso bajo la ropa invernal se adivina un cuerpo fascinante. Klavenpach se percata de la situación, ella sonríe (sabe cómo y cuándo sonreír, y también sabe observar, como toda mujer, pero ella aún más) y desvía la mirada hacia la calle Sarandí. Federico se convence de que una mujer así jamás podría reparar en él, entonces elige distraerse escuchando la alegre conversación de los mozos en la cocina, luego se entretiene en contemplar las etiquetas de los wiskies. Algo lo inquieta, como un presagio, y necesita moverse. Decide ir al baño. Pasa junto a la mujer. Se miran por una larga décima de segundo. Él se pone rojo, porque ella ha dejado caer los párpados de una forma sobrehumana. Se convence de que esa paloma de la noche tomó unos tragos de más, y que debe estar esperando a alguien, también piensa que es de mala educación mirar a una mujer sosteniéndole la mirada. Cinco minutos después vuelve junto a la barra, luchando contra el deseo de contemplarla por última vez. Da un sorbo a la taza de leche, paga y sale del bar, y detrás suyo viaja un sonido que pocas veces se escucha en su pueblo con calles de tierra: la melodía de unos tacones presurosos que quieren alcanzarlo.

─¿Me convidaría fuego, señorito?

Federico tartamudea, está sofocado: no fumo, señora. Ella dice que no importa, que al contrario, le hace un favor a su salud. Guardando su cigarro en el paquete comenta, en un suspiro resignado y con sabor a martini, que no imaginó que ya era tan tarde, y que le llevará un largo rato conseguir un taxi. La naturaleza de Klavenpach le impide cazar la indirecta.

─¿Sería mucho atrevimiento pedirle que me acompañe hasta conseguir que pare uno? Pero qué mal educada soy, me presento: soy Consuelo Vargas.

Y llega el instante fatídico: lo besa en la mejilla, quizá sin saber el tsunami de átomos que está por desatar dentro del corazón de ese muchacho largo y barbiespeso con cara de niño. Y ese tsunami está a punto de tragarlo cuando ella le susurra al oído que la noche se presta para un chocolate caliente antes de irse a dormir.

Quince minutos más tarde, en otro bar, mientras bebe un Martini tras otro y fuma unos cigarros baratos, Consuelo le ruega para que él le cuente historias de su pueblo, esa vida pueblerina que a ella, de pronto, le encantaría poder vivir.

A las tres de la madrugada Federico ya estaba perdido de amor por ella, como perdida estaba su virginidad. Le habló apasionadamente de sus proyectos: lograr un buen desempeño en el torneo, viajar a Cuba o Barcelona, mudarse algún día a Buenos Aires y dar clases de ajedrez en los colegios, también algunas conferencias. Tal vez escribir en la columna de algún periódico. Sus trabajos serían publicados allí, pagaban bien, había leído. Podía ser discretamente famoso, le dijo, aunque él mucho no creía en que la felicidad se encontraba en la fama que fuese. Ella, que no creía en nada ni en nadie, le creyó a aquel muchacho que destilaba inocencia, le creyó todo, incluso que la sacaría de la calle.

Consuelo Vargas estuvo presente en la inauguración y en las primeras tres jornadas del torneo en el Club Torres Negras. Klavenpach ganó las tres primeras rondas casi sin esfuerzo. Jugar estando enamorado lo potenciaba. Ni siquiera se molestó en averiguar a quién enfrentaba en la cuarta ronda del cuarto día, pero al ver las luces de los flashes y ese bombardeo que se abría paso entre una multitud de curiosos y aficionados supo que se trataba del inigualable Bobby Fischer. Mozert cuenta que la partida fue durísima y pareja hasta la movida veinte, momento en que Federico abandonó su silla (en los relojes el tiempo sobraba) para ir a refrescarse la cara en el toilete. Los presentes lo felicitaban al pasar, por el gran papel que estaba desempeñando. Pero también sintió un comentario burlón e hiriente a sus espaldas: “acaba de perder la dama”. Sus ojos buscaron a Consuelo por cada rincón del Club, hasta que una secretaria con aspecto de boba le dijo que la persona por la que él preguntaba acababa de marcharse con el presidente de la entidad.

Como el reloj corría y él sin aparecer, Enrique Mozert fue en su búsqueda. Estaba en la acera, boquiabierto, atontado bajo la lluvia, como de piedra. Los socios del Club le consiguieron una camisa, un pantalón, y a los empujones lo devolvieron al salón de juego. Tenía la mirada perdida cuando regresó a su asiento; tanto, que el mismo Bobby le preguntó, en inglés, si se sentía bien. Federico, con la mente llena de ruidos y de imágenes asfixiantes, mudo, hizo una jugada cualquiera: perdió la dama. Se fue sin siquiera saludar a quien había venerado desde siempre.

Mozert pudo averiguar que (antes del torneo) ofreció su libro inédito a un par de editores y se le rieron: los problemas ya habían sido recreados por otros, sino todos, sí el noventa por ciento. Lo acompañaba Consuelo Vargas en aquel momento de decepción donde todo el futuro parecía estar en juego.

Había llovido toda la noche, y seguía lloviendo aquella mañana de junio cuando lo encontraron en el Parque Centenario. Se había cortado las venas. En el respaldo de la cama del hospedaje dejó tallada una dama, y las iniciales C.V. Su madre le pidió a Mozert que se quedara con su tablero. Mozert lo atesoró en la vitrina de vidrio de su sala de estar. La posición de las piezas recreaba la partida de Klavenpach contra Bobby Fischer hasta la movida veinte. “Era tablas. Era empate por donde se lo mire”, solía repetir el viejo maestro a quien quisiera escuchar la historia. También me contó que Consuelo Vargas, antes de ser internada en un psiquiátrico, le dijo que ni antes de aquel muchacho, ni después de él, la habían besado de verdad.


Photo Credits: Angie Garrett

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