Todo el tiempo las mujeres nos están enseñando algo ─a veces cosas intrascendentes, a veces otras de mayor valor─, pero hay un momento, un día, en que alguna nos enseña (de una vez y para siempre) a ser mejores hombres, o al menos a saber qué clase de hombres podemos llegar a ser.
Ese día decisivo llegó para mí allá por el año 2005, en el casco histórico de la ciudad de Bogotá, en pleno corazón del barrio La Candelaria. Por aquel entonces yo tenía un pequeño bar que, más que nada, cumplía la función de un estudio personal para escribir y para dictar clases particulares de periodismo y literatura a unos pocos alumnos. Tenerlo abierto a media jornada no me daba pérdidas, ni tampoco ganancias: un trabajo perfecto para un escritor. Mi local estaba a dos calles de la Plazoleta del Chorro de Quevedo, donde los lugareños, orgullosos, aseguran que se fundó la ciudad en 1538. Mi rutina no variaba mucho: por las mañanas, muy temprano, ejercitaba mi cuerpo andando en bicicleta (en realidad iba en bicicleta a todas partes y jamás volví a tener tanta actividad física), volvía, me duchaba, iba al bar, escribía, leía novelas latinoamericanas o vagaba por los alrededores, gastando el tiempo en las docenas de bares, restaurantes y tiendas de artesanías, o simplemente me entretenía en fotografiar las construcciones coloniales y también los miles de graffitis de las paredes de las casas. Tomé cientos de fotografías, convencido de que en el futuro escribiría una novela cuyo escenario sería aquel rincón colorido del mundo.
Pero la historia que da título a esta crónica tiene lugar un domingo de marzo, mientras fumo y tomo café, hipnotizado ante la pantalla de mi ordenador en un extremo de la barra. Estoy corrigiendo la novela de un alumno que en breve la presentará en un concurso. El chirrido metálico del picaporte me recuerda que olvidé poner llave. Una pareja entra y toma asiento junto a la ventana. Hablan en inglés y la conversación no es cordial. El hombre es alto, calvo y viste un traje que incluso yo (que no sé nada de ropa fina) me doy cuenta de que es refinadísimo. Ella es morena, de ojos verdes, delgada, la típica figura de una modelo de revista. A él le calculo cincuenta años, a ella la ubico cerca de los treinta. La chica me pide una cerveza y una coca. Se las llevo, trabo la puerta y trato de volver a concentrarme. De pronto la conversación muta al castellano, pero no logro descifrar lo que dicen. Él le da unos billetes, un beso en la frente, quita el seguro de la puerta y sale. Ella, sin dejar de escribir por un minuto en su móvil, toma una cerveza más. De pronto siento sus tacos acercándose como colibríes furiosos, su perfume acercándose. Se ha detenido junto a mí y un cigarro le cuelga de los labios. Le doy fuego.
Media hora más tarde sabría que su nombre era Emilie, que llegó de su ciudad natal, Tunja, para ser modelo, pero que para no cagarse de hambre terminó trabajando como dama de compañía, y que a los pocos meses de estar trabajando conoció al pelado (nunca me dijo su nombre, sí que tenía un cargo en una embajada) y se convirtió en su novia, o en su novia-amante. Él era un enfermo de los celos y de los autos importados, mentía que pronto le saldría el divorcio, y le elegía hasta la ropa que iba a vestir y qué amigas tener: era el precio por alquilarle un departamento en un edificio de primer nivel. Ella esperaba el día de pegar el gran salto en su carrera y decirle adiós para siempre, aunque a veces se desanimaba y perdía toda esperanza.
Son las once de la mañana y en las calles apenas hay movimiento de autos y de gente. Cae una lluvia tranquila. Le digo que la casa invita, que ya me estaba yendo, entonces la escucho decir: “él es un Descartado. Una clase de hombres a la que una mujer jamás podría amar. Es un descartado por insensibilidad. Le he escuchado calificar de putas a muchas mujeres sin siquiera conocerlas. Y un celoso descuidado. Una vez le dije que Densel Washington era un actor extraordinario y muy guapo, y esa tontería le despertó unos celos tan estúpidos que no me habló en una semana. Con decirte que tiene desprecio por una sobrina suya porque se enamoró de un albañil, y se alegra cada vez que una pareja de su entorno tiene problemas o se divorcia. Ayer me contó que le alegró mucho ver cómo había envejecido una ex novia de su juventud al encontrársela por la calle, viuda y sin trabajo. Y algo que lo indignó muchísimo fue enterarse que una amiga le prestó dinero al novio porque el hombre tenía una deuda hospitalaria que no podía afrontar solo. A una mujer no le despierta el menor cariño que un hombre tenga el alma tan vacía, tan llena de desprecio y de rencor.
―Dijiste que había varias clases de descartados.
―Hay muchísimas. Están los descartados por tontería, por ejemplo.
La definición me causa mucha gracia, y le digo a Emilie que a lo mejor yo encajo perfectamente en esa clase. Ella me estudia de arriba abajo sin pestañar, dirigiendo una mirada que no sé si pretende halagarme o dejarme tranquilo.
―No lo creo… A ver, cómo explicarlo… El descartado por tontería es fácil de reconocer. Es aquel que lleva a su chica a pasear bajo la lluvia cuando ella se ha pasado todo el día en la peluquería, el que se pone mimoso cuando te está matando un dolor de muelas o de oído, el que pretende darte una sorpresa llevándote a bailar salsa justo el día en que estrenas unos zapatos de tacos altísimos, el que dice que no tiene apetito cuando sabe que te has pasado el santo día cocinando, y la lista es infinita. Estos tipos tienen la habilidad de hacer que la mujer más caliente se convierta en un témpano que los aborrece. Pero lo peor de todo es que no se dan cuenta de las pesadillas que nos hacen vivir, y cuando una ya no quiere saber más nada de ellos, se quedan con una expresión muy tonta en la cara y piensan para sus adentros: “Quién entiende a estas hijas de puta”.
De pronto recuerdo a Esteban, un primo lejano que por su aspecto hasta Brad Pitt lo envidiaría. Siempre le resultó sencillo tener aventuras amorosas, pero sin embargo un día me confesó su pena de no haberse sentido querido jamás. Le comento a Emilie sobre Esteban, conjeturando que quizás no tendría ningún rótulo para él.
―Tu compañero está en la categoría de los Descartados por perfección… ¿Se mira mucho en los espejos?
―Hasta en los charcos de agua.
―Y cuida mucho su peinado o su ropa, y jamás tiene las uñas desarregladas o los zapatos sin lustrar.
Yo hacía que sí con la cabeza, extrañado.
―Y todo el tiempo está en pose, como si fuesen a fotografiarlo por sorpresa.
―Diría que lo conoces…
―Alguien podrá amar su hermosura o su dinero, pero a él, por lo que él es, nunca lo amarán. El alma femenina, si acaso la tenemos, o algo muy profundo en nosotras, siente una especie de rechazo ante una figura masculina demasiado bella… Creo que la ley natural dice que en toda pareja la portadora de belleza es la mujer, y cuando la belleza del hombre la supera, esa parte femenina que aún vive en las cavernas termina por detestar esa otra imagen que le está mostrando lo que a ella le falta. Y un hombre que todo el tiempo se está mirando a sí mismo, más que a su pareja, no es merecedor de amor. Quizás soy muy exagerada, pero es muy posible que terminen engañándolo con el más feo del mundo.
Emilie insiste en pagar y deja una jugosa propina.
─No es mi dinero, no te preocupes.
Nos damos un apretón de manos y camina hacia la puerta. Logro que su paralizante figura no me paralice y le pregunto:
─¿Piensas que los hombres que escriben y leen unos cien libros al año son descartables? ─mi pregunta está teñida de un melancólico humor.
─Eso es una virtud, bonito, pero las cosas buenas también pueden volver descartable a un hombre ─se ríe con ganas, todo el bar se llena de su risa de dientes blancos y parejos.
Desde aquellos días leo menos libros y escribo menos, no busco la sabiduría intelectual ni la brillantez literaria, y cada vez que hay una mujer sensata hablando cerca, le dedico toda mi atención. Algo me dice que cerca de ellas (o en ellas) se oculta la clave mágica de la vida. Pueden enseñarnos a ser más buenos, más generosos, menos imbéciles… Creo que no necesitamos otra cosa.
Photo Credits: Porsche Brosseau