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La balada de emigrar: Querencia. Crónicas de una latinoamericana en USA, de Melanie Márquez Adams

So now you’d better stop and rebuild all your ruins
For peace and trust can win the day despite of all your losing

Immigrant Song. Led Zeppelin.

La palabra viaje tiene su origen en el provenzal viatge que, a su vez, deviene del latín viaticuum: aquello que nos alimenta en el camino. Viajar ⎯hacerlo realmente⎯ implica atravesar, reconocer y asimilar una serie de experiencias e impresiones que nos nutren. Nos nutren y nos transforman. El inglés travel, en cambio, proviene de otro latinismo: tripalium, un instrumento de tortura. Así que aventurarse al viaje es también aventurarse a las pruebas y al desmembramiento. Quien se fue, no es el mismo que vuelve. Rito iniciático, lejos de aquello que creímos conocido, una nueva mirada al mundo y a quienes somos en ese mundo se nos revela. Los orígenes etimológicos son solo contradictorios en apariencia: los obstáculos superados nos hacen más fuertes. He allí, Campbell dixit, la prueba de la heroicidad.

Todo eso lo sabía cuando empecé a leer Querencia. Crónicas de una latinoamericana en USA, de la escritora ecuatoriana Melanie Márquez Adams. No por una especie de secreta, soberbia iluminación, sino porque la literatura de viajes ha sido una de las constantes en mis lecturas. Fue el italianista Luigi Monga quien la bautizó como literatura hodopórica, relacionada con los viajes, y en ella caben obras tan diversas como los Diarios de Colón, La Divina Comedia o Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas; el trinomio partir-viajar-volver se cumple de distintas maneras. La literatura occidental se inaugura con un viaje. Desde entonces, y de una forma u otra, todos hemos intentando llegar a Ítaca; esa isla que no es un espacio geográfico sino -y sobre todo- un estado del alma. Así que me interesaba profundamente saber cómo la autora había enfrentado su propia travesía, cómo se cumplía en ella esa experiencia de desplazarse, alimentarse, aventurarse, ser otra; cuál era su regreso y a dónde debía volver. Pasa también que no necesariamente se retorna al lugar de donde salimos.

Me interesaban la intimidad de su visión; el hecho de que esta vez fuese una heroína y no un héroe quien tuviese que enfrentarse a bárbaros y lestrigones (que, desde la literatura moderna dejaron de estar fuera de nosotros y pasaron a estar dentro) y lo hiciera en la misma tierra en la que yo los enfrento, a pesar de que Tennessee, Iowa y Miami sean lugares diametralmente opuestos. ¿Cómo vivía su rito iniciático aquella escritora venida de una línea que divide al mundo y llegada a una tierra de nieve? ¿Aquella cuya prosa, tan parecida a un encaje, ya había leído en una que otra publicación digital? Cada viaje, cada experiencia migratoria -a pesar del sustrato en común- es distinta. ¿En qué punto del trayecto había tropezado con su otredad? ¿Qué diosa tutelar vigilaba su camino?

Querencia, afirma el epígrafe del libro, es un lugar donde uno se siente seguro y desde donde se extrae una fuerza de carácter. La palabra puede sonar rara para quienes no crecieron en el sur de América Latina, donde su uso es más frecuente. Pero tiene que ver también con el arraigo, con la pertenencia a una tierra y el cariño que le profesamos. Así que un lector desprevenido podría pensar que solo encontrará melancolía y suspiros. Están, por supuesto. ¿Cómo escapar al nostos de la emigración, a ese canto por los mares que dejamos? Pero estas páginas son, también, la canción de un lugar que la autora vuelve suyo. No una división, sino una multiplicación de amores, de centros en torno a los cuáles se cohesionan y gravitan los afectos. Para ello, por supuesto, tendrá que pasar una serie de pruebas y extrañezas, adentrarse en las fragmentaciones.

Escrita con esa voz transparente que la caracteriza, tan fina y peligrosa como la capa de hielo sobre un lago, Querencia habla de un yo que se escinde y transmuta en soledad, del aprendizaje de nuevos códigos culturales, de la xenofobia solapada y no tan solapada (una Cindy que le pregunta cuál es su verdadero nombre, porque una latina no puede llamarse Melanie o que dice que los estudiantes internacionales son tiernos, como si hablara de una camada de cachorritos abandonados); de los estereotipos y las etiquetas, la cultura blanca, el examen de ciudadanía, lo que queda atrás, lo irrepetible. Habla también de su propio proceso como escritora, una vocación y un oficio que asumió finalmente aquí, tal vez porque estar lejos de casa nos obliga a aferrarnos a aquello que es realmente nuestro, que no depende de ninguna circunstancia.

Como en La catedral, de Rodin -esas manos que casi se tocan-, en la escritura de Márquez Adams hay una tensión elegante; una efervescencia que bulle, explota y desciende a la manera de las olas, un ritmo acompasado. Está el ejercicio de mirarse, de mirar la propia vida, desde un lugar otro y no simplemente desde un yo desbordado, porque sabe que no hay yo. Sabe que yo es construcción y espejismo y que lo único que hay, si acaso, es la plasticidad de adaptarse al devenir, a la vasta extensión de la vida y la carretera; que lestrigones y bárbaros se enfrentan con la cabeza en alto.

Desde allí, desde esa elegancia y esa capacidad para colocarse como sujeto-objeto de reflexión, su emigración es también la nuestra. Nos re-conocemos porque la escritora se re-conoce. A ello contribuye, además, el hecho de que sea un ensayo personal, crónica y glosario. Aprendemos a mirar, a distinguir los asomos de belleza de un paisaje en apariencia siempre igual y un territorio inmenso, conocemos su corazón y su historia. En el fondo de estas crónicas, la bruma musical de las Apalaches.

Libro de autoafirmación, de rebeldía y resistencia, estas crónicas de una latina en Estados Unidos son una apuesta sin vacilación por el valor de hacer hogar en cualquier parte. Melanie viaja, pasa trabajos, pero también se nutre de lo vivido. Toma postura ante ser mujer, emigrante, ante su propia lengua; ante el hecho de no terminar de pertenecer y ser una escritora de color. Con ese color quiere pintar, contribuir, al collage de la literatura en español en Estados Unidos. Y son, también una cartografía de los recuerdos que la sostienen y de la capacidad de crear nuevas memorias. Dioses lares que se llevan a todas partes, Atenea vigilante y sus ojos de lechuza, mapa ontológico de una autora que «Ansía, más que nada, agitar el Río Cumberland con el eco de las aguas y los manglares del Río Guayas».

Y luego la escritura como hogar, como fuego circular y casa. La escritura como verdadera, íntima querencia.

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