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axel blanco
Photo by: biosfear ©

Crónicas distópicas

ElPorky y Tutú

Las pituitarias activas de Coquito, un preadolescente de once años que estaba en la cola de la panadería El Brinco, captaban el olor dulzón de los panes que se cocían dentro del horno, aun con el tapabocas improvisado que su abuelita le había hecho con la copa de uno de sus sostenes. Si se hacía una encuesta, todos dirían que esa cola era la que más tiempo les había llevado en la vida. Y era comprensible, porque ya la harina escaseaba en tan sólo tres semanas de cuarentena. Hasta alguien del gobierno había salido por los medios, pidiéndole al Fondo Monetario Internacional, la pelusita de cinco mil millones de dólares que, por supuesto, no le prestaron. Pero en la panadería El Brinco todavía quedaba algo de pan, y contra todo pronóstico de pandemias catastróficas y encerronas obligatorias, el empeño de matar el hambre podía más. Al principio las autoridades pretendían que la gente se quedara encerrada, pero cómo iban a hacer para comprar la comida. Por eso tuvieron que razonar mejor las cosas y decidieron que sí, que la gente podía salir, pero sólo hasta el mediodía. Aunque en la práctica los negocios venían trancando casi a las dos de la tarde. Por la misma razón Coquito estaba en esa cola rascándose el fundillo, por las lombrices que se le alborotaban con el hambre. Le causaba curiosidad que en la acera de enfrente, unos tipos se pasaran una botella de ron alrededor de una camioneta con música a todo volumen. Como si el riesgo de contaminarse no fuera con ellos. Llevaban los tapabocas arruchaditos en la quijada absorbiendo el sudor y el líquido ambarino que se les escapaba por los bordes de la boca. Coquito se olía los dedos apestosos y arrugaba la frente al ver aquella imagen distópica de la realidad.

Cuando le tocó pasar le dieron su par de canillas calienticas, y salió saltando emocionado. Fue justo allí cuando ElPorky y Tutú, se le pegaron atrás. Tenían rato observándolo desde una moto estacionada sobre la acera. Coquito era algo distraído, y mucho más con las ganas que tenía de echarle un mordisco a esos panes que tenía tan metidos en las narices. Estaba tentado a comerse la punta de uno, pero no quería buscarle la lengua a la abuela. Sólo siguió pensando en la última película de los X-Men, el desenlace final cuando todos enfrentan a la telequinéctica Jean Grey. La quiero poner la quiero poner, balbuceaba, imaginándose frente al televisor, pero tengo que hacer la tarea primero, nojose… Seguía saltando sin notar que el ElPorky y Tutú, lo seguían a pocos metros. Ellos sabían que el golpe era seguro, sólo se trataba de un carajito y una vieja que se movía en una andadera. Se había regado la bola que los hijos que Cecilia tenía en el exterior, le habían equipado toda la casa en diciembre. Pero en esos pensares malandriles, el chamo miró hacia atrás. ElPorky era ruidoso como un carro viejo, y Coquito siempre tuvo una audición refinada. Cuando los vio aceleró el trote y como pudo metió la llave en el cerrojo, abrió y cerró de un portazo. La abuela estaba sentada desconchando unos ajos en la mesa y trató de calmarlo cuando lo miró tan alterado, que casi ni podía hablar. -Pero mijo, ¿qué te pasó, dime…? Estaba como mudo. ¡Abue…abue…abue…! Pero cuando por fin pudo hablar, la puerta se abrió de golpe. Coquito había trancado pero con la llave pegada en la cerradura. Cecilia vio un muchacho como de dieciséis años, que la apuntaba con una treinta y ocho. –Mire, pure, deme primero todo el billete que tenga guardado, y las joyas. Tutú se encargará de esa fina pantalla plana que veo por allá. Luego vendremos otra vez pa busca el resto, y no queremos mariqueras con la policía, ¿me entendió? Cecilia miró al otro jovencito, Tutú, como de la misma edad de ElPorky, unos quince o dieseis años, más o menos. Apretaba a su nieto por el cuello con una terrible llave. La lengua salida de Coquito y sus ojos desorbitados, la hicieron ahogar un grito con sus manos. –Ay mijo está bien está bien, pero no me maten a mi Coquito, por favor… Yo les doy lo que quieran. Esperen aquí, por favor, esperen un momentico, que voy a buscar la plata en el cuarto. –Y no se te olvide las joyas, peazo e vieja, ja ja ja…, soltó ElPorky. Cecilia tomó la andadera y se impulsó a través de un pasillo oscuro sin bombillo, que la llevaba hasta su dormitorio. Se sintieron inquietantes los segundos. Sobre todo Coquito resentía mucho el tiempo que se tomaría la abuela con la andadera. –Mira elmijo, como le escoñeto el coco al Coquito este… ja ja ja…el coco de Coquito…ja ja ja…el coco de Coquito… ja ja ja… -Sí hermano, pero póngase serio en el trabajo, porque si no… no salgo más con usté… Los dos se miraron las caras y comenzaron a reírse. Cecilia salió con un bolso que llegó a usar cuando todavía era una chama de cuarenta y pico de años, y trabajaba en la división. Se los lanzó en la mesa molesta. Un bolso de cuero elegante que olía muchísimo a naftalina, pero con una obscena cantidad de dólares ordenados en pacas de veinte y cincuenta, cinco relojes de joyería, cuatro esclavas de oro, dos gruesos collares de perlas, entre otras alhajas exóticas, que sería impensable que alguien como Cecilia tuviera en un sencillo departamento en la Recta de Catia. Les tiró el bolso con dolor. Pensando en todo lo que le había pasado para obtener ese seguro contra el hambre. Pero esperando que los malos se fueran, como suelen esperar todas las víctimas de homicidio, instantes previos a la muerte. Ella deseaba que se fueran. Lo pensaba. Lo suplicaba dentro de su mente. Se lo rogaba a Dios. Pero ellos querían más. Querían llevarse la televisión y todos los artefactos de la casa. Incluso habían dicho que iban a secuestrar al propio Coquito para pedirles el rescate a los padres, que estaban fuera del país. Por esa razón, la septuagenaria los apuntó con la herramienta que la había mantenido lejos de la muerte por mucho tiempo. En la antigua división contra robos y hurtos de la Policía Técnica Judicial. Los vecinos cuentan que retumbaron fuertes dos detonaciones, y después de eso todos se echaron al piso. Por esa probabilidad quizás mítica, de que las balas puedan atravesar las paredes. De los cuerpos, la policía identificó a dos, que resultaron ser los bandidos apodados como el ElPorky y Tutú. Cada uno con un tiro limpio que les abrió un canal en la parte frontal de sus rostros hasta el lóbulo occipital, produciéndoles la muerte inmediata. De hecho la masa encefálica ya comenzaba a salírseles cuando llegaron los funcionarios. A Cecilia la hallaron con el nieto sobre las piernas. Le acariciaba el cabello con mucha ternura mientras él lloraba y decía cosas como en estado de shock. Ella mostró su placa y se identificó como jubilada del cuerpo. Pero de la cartera nadie dijo o supo nada. Extrañamente, no se halló en la escena del crimen.


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