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naida saavedra
Photo Credits: LEONARDO DASILVA ©

Crónicas de Worcester: Chapuzón en New England

Soy playera. El Mar Caribe y su contacto con la tierra venezolana se traslucen en un olor muy placentero en mi memoria. Desde niña siempre me ha resultado una experiencia inigualable poder bañarme en el agua salada y sentir la brisa en mi piel. Al mudarme a Estados Unidos viví muchos años en el sur: más de diez en el norte de Florida, un par en el sur de Georgia. Después di un gran salto para el Northeast, para New England. Acostumbrada a las playas del Golfo de México que bañan la franja de tierra o Panhandle de Florida, entrar al agua en las playas frías de Massachusetts se ha convertido en un reto para mí.

El verano aquí comienza en junio. A mitad de junio, prácticamente. Es decir que para que yo pueda meter en el agua algo más que el dedo gordo del pie debemos llegar a julio. En junio solo una de mis uñas se mojó. Arribó julio e inexplicablemente el agua se había entibiado. Recalco que entibiarse no significa estar tibia si esto se compara con la sensación de frigorífico que una siente al meterse al agua hasta mediados de junio. Cuando digo que se había entibiado me refiero a que se había puesto menos fría.

Llegamos a la Horseneck Beach en Wesport, Massachusetts por cuarta vez este verano. Las dos primeras veces tuvimos que llevar suéteres encima de los trajes de baño, ya para la cuarta nos habíamos librado de las capas de ropa. Mis niñas mayores se metieron al agua sin temor al frío pues no lo sentían. La menor se quedaba en la orilla no por la temperatura del agua sino por miedo a las olas. Mi esposo creció en Lima en donde el Océano Pacífico hace de los baños una vivencia gélida, así que a pesar de extrañar la calidez de las aguas del Golfo, se dio un chapuzón y salió con una gran sonrisa; se sentía energizado, con vigor. Yo, en cambio, permanecía sentada en la silla. Durante las cinco horas que estuvimos en la playa solo logré meter en el agua los dos pies.

Volvimos a la Horseneck Beach por quinta vez. La temporada playera por estos lados la vivimos intensamente ya que es técnicamente muy corta. Hay que sacarle el jugo al mes de julio. Esta vez fui mentalizada a meterme de cabeza. Pensé en el mensaje que en un rato les enviaría por WhatsApp a mi familia. Pensé en que podría incluir el emoji del brazo con músculo que indica “¡sí se puede!” o “¡soy fuerte!” Quería sentirme orgullosa de mí misma diciendo que había nadado, que me había mojado la cabeza. “¡Está fresquita, mami!”, me dijeron al unísono mis niñas, hasta la más chiquita. “Ven, mami,” me invitaron. Luego de echarme un kilo de protector solar (todavía pienso en kilos en vez de libras) me armé de valor y comencé a caminar hacia la orilla, como si el protector solar se hubiera convertido en un suéter improvisado. “¡Yupi! ¡Mami se va a meter!”, gritaban contentas las niñas. Mi esposo, ya en el agua, alzó el brazo y mostró el músculo justo como el emoji que yo planeaba usar en un rato.

Metí un pie, no me desmayé, metí el otro, tampoco. Avancé un poco y me di cuenta que podía soportar hasta la canilla. Allí estaba paradita la menor y me miraba con ojos de angustia pues venía una ola tras ella. Me echó los brazos para que la alzara, la cargué y seguí caminando. El agua me mojó las rodillas, luego los muslos. Seguí hacia adentro. Una ola me golpeó la cadera y rozó los dedos de los pies de mi niña aferrada a mi costado.

Hasta ahí llegué. No pude avanzar más. Realmente el agua se había entibiado pero todavía se me ponía la piel de gallina. Sin embargo, el sol picaba acentuando el color moreno de mi piel e impidiéndome que abriera por completo los ojos. “¿No sigues?”, me dijo mi esposo a unos pocos metros de mí (todavía pienso en metros en vez de pies). Le dije que no con la cabeza. Se echó una carcajada, me tiró un beso volado y volvió a poner su brazo en forma de emoji. Las niñas estaban chapoteando felices de verme cerca de ellas. “Mójate el pelo, mami,” me dijeron pero les contesté que la próxima vez lo haría. No les afectó mi negativa; siguieron dando pataditas inocentes y descoordinadas, practicando lo que habían estado aprendiendo en la clase de natación.

Después de un rato de risas y salpicones, salimos todos del agua para comer. Nos sentamos, sacamos la comida que preparamos en casa y que llevamos en cava, y degustamos todos juntos. Las gaviotas comenzaron a merodear por lo que nosotros nos convertimos en caballeros armados para proteger los sánduiches y perros calientes. Nos reímos un rato y yo, por mi parte, jugué con la arena entre los dedos de mis pies mientras disfrutaba de las sonrisas de mis hijas.

En ese momento no extrañé las playas del Golfo ni el agua realmente tibia. En ese instante di gracias a la naturaleza por haber creado ese lugar de agua fría, lleno de rocas y desprovisto de palmeras; ese lugar que ahora era nuestro y que se convertiría en parte importante de la memoria de la niñez de mis hijas.

Le tomé una foto al mar. Aprovechando una barra de señal en mi celular, abrí el WhatsApp. Mandé la foto al grupo familiar con un “Me metí hasta la cadera” y el respectivo emoji que tanto he mencionado ya. Mi primo que vive en Qatar me mandó una carita con ojos de corazones más un mensaje que decía “¡Baño es baño!” Y así volví a sonreír y a confirmar una vez más mi cariño por New England.


Photo Credits: LEONARDO DASILVA ©

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