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nueva york
Photo by: Maëlick ©

Crónica improbable sobre una madrugada (o el peso de la historia)

Quisiera escribir con la lucidez que han tenido algunos para ejecutar íncipits memorables, para abrochar finales de historias con el sonido de un clic preciso, hermético, ese mismo que musitan las puertas al cerrar.

Quisiera ver más allá de este escritorio y despojarme de toda temporalidad, tener una de esas experiencias extracorpóreas de las que igual se escriben en revistas de ciencia respetadas como en panfletos esotéricos (la dualidad sagrada).

Me conformaría con aparecer en uno de esos videos testimoniales que pasan en la madrugada, cuando ni los muertos ven la tele, en donde la gente cuenta -música suspense de fondo- cómo es que un día se salieron de su cuerpo y no regresaron a él hasta pasadas las doce del día siguiente.

Al menos así sabría que he visto fuera de mí en algún momento.

Pero todavía no gozo de dichas distinciones, sigo siendo presa de mi tiempo: la lucidez no es para todos.

 


 

Diciembre.

Park Avenue y la treinta y tantos.

Tengo 28, recién cumplidos. Son las cuatro de la mañana, o las once de la noche, no podría decirlo con certeza. El cielo se deshace en una tormenta inusitada.

Me siento viejo.

M y yo hemos caminado siglos, porque caminar, confieso, es lo único que sabemos hacer bien y sin errores. Treinta manzanas neoyorquinas (no poblanas, hay un abismo entre los dos conceptos), pueden ser siglos o minutos según se vean.

Y aquí hemos parado.

Venimos de estar con Pompeyo y Mary, los dueños de la Mexican Deli, un lugar diminuto en la avenida A.

Bebimos caguamas por mi cumpleaños, hasta que los tragos no supieron más, hasta que nos terminamos las que había en el refrigerador, hasta que Pompeyo tuvo que bajar por más al sótano.

Nunca me había sentido más honrado en un cumpleaños mío: cerraron el lugar para nosotros, bajaron por más cerveza, sólo porque estábamos ahí.

-¿Sabías que los sótanos, como el de aquí abajo, proliferaron durante la Guerra Fría?- me dice Mary, la esposa de Pompeyo, una mujer joven que acaba de ser abuela por segunda vez. -Hoy sólo son depósitos en donde los chinos toman la siesta-

Creo que es el gas de la cerveza el que me hace escuchar a Mary con la voz de los doblajes sobreactuados de una película de cine B, pero entiendo su punto: estamos listos para la gran bomba, pero mientras no llegue, seguiremos bebiendo.

Clara, el fantasma de la mesera polaca que trabajó aquí cuando yo todavía era un estudiante, con quien Pompeyo y Mary se entendían a señas y a quien años después me encontré atendiendo una tienda de chamarras de piel en Lexington, estaba esa noche.

Clara (o su fantasma) nos recordó a todos que ese mismo diciembre se cumplían 10 años de habernos conocido.

Brindamos. Luego nos ofreció un taco de tinga, y como nadie le dijo que sí, se quitó su delantal y sacó a Mary a bailar bachata.

Una vida, dijo Pompeyo para sí mismo, refiriéndose a los 10 años de habernos conocido. Una vida neoyorquina, mas no poblana, pensé yo, refiriéndome a la diferencia abismal que existe entre los dos conceptos.

Nunca supe si Clarita (o su fantasma) estuvo realmente ahí, esa noche, pero yo tengo su recuerdo, el recuerdo de ella ofreciéndonos un taco, el recuerdo de todos rechazándolo.

M terminó bailando con Pompeyo una canción de Leo Dan, cómo te extraño, mi amor, por qué será…ay, amor divino, y yo, que estaba sentado en un rincón viéndolo todo, reparé en Clara de nuevo, y caí en la cuenta de que Pompeyo y Mary le dicen así porque su piel es blanquísima.

Y Mary se acerca a mí, mientras M y Pompeyo bailan una quebradita recién empezada, y me dice:

No es un fantasma, Rodrigo, en verdad es Clarita, y me abraza, y confunde mi nombre igual que lo hace una madre que olvida el nombre de su hijo favorito.

 


 

 M y yo terminamos acá, en esta intersección de Park y la treinta y tantos, sin ninguna razón aparente, como si por alguna razón nuestros cuerpos supieran que esta es la esquina en donde se encuentran los tiempos. Y ahora qué hacemos si ya no podemos caminar. Hemos venido aquí como dos brújulas y ahora nos detenemos y nos empapamos en esta lluvia improbable, como sabiendo que no debemos estar en ningún lugar más que aquí, mirando hacia arriba, entendiendo Nueva York como nuestro suministro personal de ventanas sin abrir.

 


Quisiera observarme a mí mismo mientras escribo que escribo, espiarme desde el parque que se ve desde mi cuarto, decir al aire, a quienes pasan por ahí: mírenme, ahí, no aquí, mírenme bien, ahí, en la ventana aquella.

Quisiera la lucidez con la que algunos escritores, a la edad que yo tengo, relataron sus autobiografías precoces y se inventaron historias de fantasmas, apariciones en los cuartos desgraciados del Hotel Chelsea, borracheras eternas con un Pound apócrifo y avistamientos prematuros del cantante-protesta en turno, guitarra en mano, sobre alguna rama centenaria de Washington Square.

Cómo me gustaría caminar junto a las aguas del Hudson y decir que he visto a mi enemigo pasar, y que además lo he saludado, mientras unos puertorriqueños adolescentes bailaban salsoul a la sombra de un ciprés.

Me encantaría tener las agallas con las que esos poetas de sillón se sacaron de la manga males psicológicos, poemarios, dos matrimonios y un diario, un diario que mantuvieron hasta el último día de su vida -¿quién en su sano juicio puede mantener un diario hasta el último día de su vida?- y que dice, hoy, a los imbéciles como yo: mira cómo lidié con el peso del tiempo, mira cómo fui capaz de salirme de mí mismo, traspasar la página en blanco y observarme desde la paz del parque que estuvo siempre frente a casa.

Mira cómo hice del tiempo una bolita de papel y me la tragué sin hacer ningún gesto.


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