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Juan Quintero Herrera
Juan Quintero Herrera - ViceVersa Magazine

Crónica en un prostíbulo

11 p.m. Me decía el reloj. Comúnmente en Barranquilla los bares no están abiertos los martes y menos a esa hora, pero ese que estaba buscando sí estaba, porque a decir verdad, no era un bar, aunque eso dijese su nombre. Había decidido ir ese día para vivir esa experiencia sin la agitación de los compradores de la pasión. Pues según algunas opiniones de asiduos, de jueves a domingo era –por la concurrencia− casi imposible acudir al lugar.

Caminaba por la calle desolada, la dirección anotada en un papel, y así buscaba entre las penumbras la placa de la casa de mi destino. Al fin, en medio de tanta soledad divisé “Bar” y el resto del nombre en un aviso de neón. También vi a un hombre, parado en la entrada de la casa. Tenía la actitud vigilante de alguien que escolta una guarnición.

Con cada paso que daba empezaba a percibir sus detalles: alto y blanco, fue lo primero que deduje. Calvo, gordo y todo vestido de negro fueron los rasgos finales de mi percepción. Al acercarme confirmé que el hombre escoltaba el local que yo estaba procurando. Sin yo haberle dicho nada me pidió la cédula, y su voz áspera fue su carta de presentación. Ojeó por algunos segundos el documento, y finalmente me dio el aval para entrar.

Lo primero que creí es que era una discoteca en decadencia. Aunque el ámbito era oscuro, daba para detallar su estado descuidado. Unos machimbres de secas maderas cubrían las paredes, y al fondo, un bar mal iluminado, con solo unas cuantas botellas de ron en sus estantes, completaban la decoración. El clima era muy frio, producto de un armatoste en lo más alto del recinto, por donde salía un aire acondicionado en su máximo nivel. Unas cuantas mesas –unas cinco o seis− con sus respectivas sillas metálicas estaban esparcidas por el lugar, y dos de ellas estaban ocupadas. La primera por un tipo indescifrable, con una mujer de pelo negro y una diminuta minifalda. En las otras mesas cuatro reinas de la noche se comunicaban con cuchicheos. Talvez para entenderse sin gritar, pues algunos vallenatos y reguetones a un alto volumen eran la cuota musical del decadente lugar.

Los atavíos de las chicas no me fueron indicio de nada. Talvez porque creo ver mujeres vestidas con minifaldas y pronunciados escotes en discotecas, en bares, en restaurantes, en centros comerciales. Lo que si no me fue habitual es que una de ellas se me acercara a hablarme sin justa razón, como sucedió cuando una de las cuatro tomó la decisión y vino hacia mí, y sin permiso ni medir distancia se sentó a mi lado.

− ¿Qué quieres de tomar? – preguntó con una voz que me recordó algunas melodías en flauta dulce.

Tenía el cabello negro y engajado, una figura menuda y un llamativo tatuaje de un sol en el hombro. Su rostro era juvenil, y a él ni siquiera el cascarón de maquillaje le podía agregar más edad. Sus altos tacones de terciopelo, la minifalda de jean y su pronunciado escote verde invitaban a más que una bebida.

− Una cerveza− respondí.

− Son 4 mil, amor – y abrió la mano para recibir el dinero. Y por alguna razón me imaginé el mismo gesto de la mano abierta de un mendigo.

Saqué rápidamente de mi bolsillo algunos billetes arrugados y le pagué. Inmediatamente se alzó sobre sus pies con dirección hacía el bar. Un rastro de venada fue dejando a su paso. Sus otras colegas me miraban desde otra mesa. Me hacían gestos y señas. Sobre la barra, mi dama reposaba su cuerpo, dejando en evidencia sus partes traseras a mi vista: unas piernas fuertes y unas aceptables posaderas. Segundos después recibió la cerveza, se dio la vuelta y con los mismos pasos de hembra en celo la trajo a mi mesa.

− Para que comience la noche, corazón.

En la otra mesa el hombre tocaba la pierna de su reina, y de repente con la boca le acarició el cuello. Allí fui consciente en dónde estaba, era claro (y aunque ya lo sabía de antemano) que aquel ¡bar! solo un prostíbulo podía ser.

− Quiero hablar contigo− le dije.

− Sí papi, lo que quieras, cuando quieras, como quieras− respondió, y acercó su silla a la mía. Casi al punto de tocarse su cuerpo con mi cuerpo.

− Ahora sí ¿Qué es lo que quieres, amor? – me preguntó, y bebió de mi cerveza sin pedirme permiso.

− Hablar es lo que quiero.

− Claro que sí, corazón, pero quiero tomar algo, me pido una copa. ¿Puede ser?

Me pareció una orden para seguir conversando, pero acepté con un gesto.

− Son 7 mil, corazón. Y puso de nuevo la mano de mendiga para recibir el dinero.

Le pagué, y apresuradamente y como repitiendo el acto de la primera vez trajo la copa.

Comencé con preguntas fáciles como su nombre: “Laurita”, me respondió. Y realmente merecía el diminutivo. Yo no le hubiese puesto más de dieciocho años. Luego seguí con sus hobbies: bailar y comer pollo asado; su color favorito: el verde, y que por eso llevaba la blusa de ese color, y así con preguntas cortas me fui adentrando más en su vida, hasta el punto que después de dos copas me dijo que nunca daba besos a sus clientes, que su tarifa mínima era por el valor de una hora y que nunca decía su verdadera edad. Lo de los besos porque tenía esposo e hija, y para ella solo estas dos personas merecían estos gestos de amor. “Además en este trabajo uno debe cuidarse de arriba y de abajo, y por los besos se pasan muchas cosas”, agregó. Lo de la tarifa se debía a que la habitación del lugar mínimo se alquilaba por ese tiempo ( una hora), y la edad porque eso nunca se le pregunta a una mujer sea lo que sea, puta, gibara, anciana. “Eso nunca, se pregunta, corazón, independiente a su condición”, me sentenció con dureza.

Y así seguimos, más de media hora donde me contó algunas intimidades y algunos servicios que por un valor mayor estaba dispuesta a hacer: oral, anal, y algunas especialidades que yo no podía perder. En ese trecho de tiempo me había pasado su mano por mi cuello, y la mía la había colocado en su escote, asegurándome que eso era la más pura miel. Por eso me preguntó nuevamente si solo venía a hablar, pues según ella “aquí hasta hablar vale y no se puede uno pasar la noche en esto”.

Le agradecí pero le dije que era muy importante conocerla un poco, que para mí no era un asunto de solo sexo. Y ella hizo un gesto de rostro como el de no entender.

− Qué más quieres conocer mi romántico, lo demás es pagando. Así no más subimos y te hago de todo. Y para que veas que me has caído bien, y si no tienes, hasta podría hablar para que estemos medía hora por 40 mil. Te aseguro que te hago de todo.

Pero yo insistí en hablar más, pues aunque no tenía mucho, no era un asunto solo de dinero.

−Agradece que el día está muerto, y que eres un caramelo especial. Pero regálame otra copa.

Y fue así que al ritmo de abrir la mano, y de yo darle dinero salían las palabras. Pero ella tomaba cada vez a un ritmo más desesperado su mezcla de ron y Coca Cola, hasta que vi que solo tres billetes arrugados me quedaban.

− Es la última− le dije− porque me blanqueé. Y con cara triste fue por su última bebida sacada de mis manos. El lugar seguía sin visitantes y el tipo indescifrable, minutos antes, después de algunos ajetreos en su reina, había subido con ella al segundo piso. Las otras tres mariposas de la noche, seguían hablando sin redención.

Mientras esperaba metí la izquierda en un bolsillo en el reverso mi pantalón; es decir uno de esos modelos adaptados para la situación. Y esta, para mí lo merecía. Nunca había ido a un prostíbulo y tenía miedo de salir en cero por las voluntades ingeniosas de las mariposas de la noche por el dinero. En el bolsillo oculto estaba el último billete de 50 mil.

Allí venía nuevamente Laurita con su copa cuando se oyó “Laura, Laura”, y al voltear la mirada vi a un hombre moreno y barrigón que mientras gritaba la buscaba con la mirada. Llevaba la camisa por fuera, y sus ojos saltones parecían los de un drogado.

En ese momento Laurita, que venía hacia mí, volteó y tomó rumbo a su señor. Le dio un beso, pero él la despreció.

− Alístate que hay trabajo−, gritó y siguió andando.

Me hice el desentendido y sin previo aviso dirigí mis pasos hacia la salida. Ella me despidió con un gesto de manos que no devolví por evitarme problemas con el gordo. En la puerta, el mismo que me requiso preguntó si quería un taxi. Acepté sin vacilar, el tipo llamó con un gesto a un señor que fumaba al lado de su carro amarillo, en frente del local.

El taxista al entender la indicación apagó el cigarrillo, me abrió la puerta para que yo entrara, y entró él también al carro.

− ¿A dónde va el señor?

− Arranque señor, ya le digo.

Vi nuevamente el reloj. Eran casi las 2 a.m. Mucho de un martes para un miércoles en Barranquilla, pensé. En ese momento metí mi mano en el bolsillo oculto. Saqué el billete de 50 mil, que había pensado, por qué no, minutos antes, usar con Laura o Laurita.


Photo Credits: CarlosMDSilva

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