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porfirio mamani

Crónica de París en las horas de terror

Hablar en este contexto del París que siempre quiero, a pesar del sufrimiento y decepciones que encontramos, es un desafío, un esfuerzo interior, dado que hay una herida indeleble en la historia parisina. No es la primera vez que se viven estos horrores, pero esta es la manifestación bárbara más indeleble, algo que seguramente quedará no sólo grabado en el mármol de las tumbas que nacen, ni en la tinta de la Historia, sino más bien en la memoria de la humanidad. Ya hubo otros acontecimientos parecidos, ataques de terroristas criminales como los de 1995, o los de enero de este mismo año contra la libertad de expresión, actos que ya anunciaban las actitudes terroristas como el que acaba de ocurrir. Aun me quedan en la memoria, aquellos atentados de 1995, a solo tres años de haber llegado a Paris, en el barrio latino. Las imágenes de los muertos y heridos no cambian, porque la muerte y el dolor de los que mueren y de los heridos es inconmensurable.

Me enteré de los hechos casi justo después de que iniciaron las atrocidades. Miraba mis mensajes, y vi una noticia medio rara, pero no imaginé que la desgracia iba a ir creciendo a medida que pasaban las horas, los minutos, los segundos. Cuando se supo que habían tomado como rehenes a los espectadores que asistieron a la sala de espectáculos Bataclan, se me enfrió la piel, me entró un pánico extraño y comencé a pensar en los que estaban en el interior acosados por las balas de sus verdugos, verdugos que no temían nada ni a nadie para llevar adelante su macabro proyecto. La muerte, el miedo son sensaciones indefinibles para quienes las viven en carne propia; darles un concepto o explicar su sentido desde un punto de vista objetivo, es pues, difícil. Es en estos momentos cuando solemos valorar la vida, cuando muchas de nuestras dudas o sueños cobran o intentan cobrar otro sentido; es cuando parece que hay otras puertas, otras ventanas que abrir, y otros sueños que realizar. En estas circunstancias parece, o nos damos cuenta, que la vida o el vivir tiene sentido, que la vida es solo un instante invalorable, puesto que la luz de la vida se puede apagar también, por un acto atroz como el que vivieron los que murieron, por el impulso cobarde, criminal y bárbaro, de quienes decidieron poner fin a sus vidas.

Las horas de la noche avanzaban y el número de los cadáveres iba aumentando. Cayó como una sombra negra sobre el techo de París, y yo no podía ver el cielo, ni las estrellas, ni nada. Todo era un mundo oscuro que iba creciendo por las fisuras del tiempo y la memoria. A medida que avanzaban las horas, las ventanas de las casa quedaban extrañamente iluminadas, tal vez ya nadie quería dormir, ya nadie quería sentir la sensación de estar ausente.

Pasada la media noche, cuando mis ojos estropeados por el cansancio y la fatiga, pude oír las palabras del Presidente Francés, pero lo que me impactó fue la expresión de su rostro, como de quien ha visto la muerte de cerca, sabiendo que él estuvo presente en el Estadio de Francia mirando un partido de fútbol, ahí, en las afueras de París, donde se oyeron las primeras explosiones, sin saber lo que estaba ocurriendo, ni de lo que se trataba realmente. Miré la expresión de su rostro, y me di cuenta que su discurso era también algo que sobrepasaba mi entendimiento en ese instante. Al cerrar la frontera de Francia y declarar el Estado de Emergencia, comprendí la dimensión del ataque perpetrado contra París. Hay momentos en la existencia humana, los cuales parecen ser interminables, eternos, porque nos anuncian el vacío, el abismo, la infinitud o la muerte. Y nos vemos enfrentados a nuestra propia condición de seres humanos, de lo que somos, y lo que representamos en lo que se llama humanidad. Así era imposible dormir, pensando en quienes habían muerto, en quienes en ese instante morían, en los heridos o los sobrevivientes, en quienes aterrados en la oscuridad y las sombras, estaban tirados en el piso, entre cadáveres y sangre, y sin poder hacer nada para evitar el sueño de la muerte.

Así me quedé como petrificado en los cuatro muros de mi habitación, junto a la ventana oscura que proyectaba mi sombra, más allá del vidrio. Me quedé callado, imaginando que todos ya dormían, pero no era eso, ya nadie dormía, nadie podía dormir, ni las plantas ni los pájaros que oyeron el estruendo, el estampido de la muerte por las calles de París, por aquellas que tantos pasos, tantos niños recorrieron pensando en el futuro, en el mañana, no en las atrocidades que se estaban viviendo.

Al día siguiente salí para ver las calles de París, y algo profundo había cambiado, estaba como paralizada, fijada en un punto donde nadie quería moverse por el impacto del terror. Las calles estaban vacías, las terrazas de los cafés vacías, los mercados cerrados, los metros y trenes vacíos. Nunca vi una cosa parecida. París no era el París que siempre conocí, se había transformado en algo ausente, en silencio después de la muerte. París estaba en duelo por sus hijos caídos, por el dolor de las llagas que quedaron vivas.

París 18-11-2015


Photo Credits: Guillaume Highwire

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