Llegamos a Gjendesheim a la tardecita, tras haber manejado desde Gotemburgo. Son unas ocho horas en dirección nornoroeste por la autopista E6 que va de Malmö a Oslo, después por la E16 y finalmente por la ruta nacional 51.
El refugio queda junto a un lago llamado Gjende y al pie de la cresta Besseggen, uno de los recorridos de senderismo más famosos de Noruega. Como muchos de estos refugios, éste es del último cuarto del siglo XIX, la época de la carrera geográfica, cuando todavía Noruega era parte de una conflictiva unión con Suecia que duró menos de cien años. Una época de gran fe en la técnica y en el progreso y, en Europa, muy marcada por un impulso colonizador. Basta recordar la calamitosa expedición de Andrée, una expedición que iba a sobrevolar en globo el polo Norte recorriendo tierras árticas todavía no mapeadas. La preparación de la expedición fue seguida de cerca por la prensa de todo el mundo, y los tres hombres de Estocolmo que se subieron a un globo que nunca antes había sido probado, fueron estrellas en su momento. Su posterior desaparición en esa zona blanca también fue seguida por la prensa mundial y, todavía hoy se discute cuál fue la razón de la muerte de sus tres integrantes cuando finalmente lograron dejar la zona de témpanos de hielo y llegar a una isla.
Bueno, acá llegamos Niklas y yo dispuestos a emprender tres días de senderismo que van a culminar en el recorrido de la cresta Bessegen desde el refugio Memburubu para volver a Gjendesheim donde dejamos el auto.
Aunque desde Argentina o desde Latinoamérica, Suecia y Noruega se puedan percibir como similares, con su larga frontera, juntas casi comiéndose a Dinamarca, es sabido que este tipo de percepciones son simplemente una cuestión de escala. Los países colindantes siempre se encargan de diferenciarse entre sí. Y si hay algo que caracteriza a los noruegos vistos desde Suecia –además de que Noruega tiene petróleo y no forma parte de la Unión Europea– es que las actividades de tiempo libre más extendidas son el senderismo en verano y el esquí de fondo en invierno. Lo hacen en familia, a veces padres e hijos, a veces abuelos y nietos. Sin ser controversial, se puede afirmar que esta actividad de tiempo libre es parte de la identidad noruega.
Sobre esto se bromea, por supuesto. De hecho, volviendo a casa, Niklas me dice que me tiene que mostrar una tira en la que Rocky hace la misma ruta que acabamos de hacer. Se trata del protagonista del comic del mismo nombre, alter ego canino de su autor, el sueco Martin Kellerman. Rocky hace esta ruta con uno de sus amigos. En la parte más crítica, la cara desfigurada, el cuerpo despidiendo gotas de transpiración y de saliva en todas direcciones, Rocky hace algunos apuntes mentales. Uno de ellos: “Nunca más viajes a Noruega, donde la gente sonríe devotamente después de haber trotado a través de un masivo montañoso en el que vas a encontrar tu propia muerte” (la traducción es mía).
La parte más crítica es enfrentarse a la cresta misma y a la pirámide rocosa Veslefjell en la que se alcanza la cima de 1743 metros. La cresta se eleva frente a nosotros sin más alternativas que escalarla o desandar los 7 kilómetros ya andados. Miro a mi alrededor y ninguna de todas las personas que veo –entre ellos, niños y gente bastante mayor que yo, flacos y gordos, gente con mochilas enormes, etc.–parece inmutarse. Si todos avanzan con tanta serenidad, no debe ser para tanto, me aliento. No voy a dejar que el miedo me gane la partida, sigo. Y ahí voy.
Es una pirámide de rocas filosas en las que, aunque a primera vista no lo parece, se puede encontrar donde apoyar los pies y donde agarrarse con las manos para tirarse hacia arriba. Decido no mirar hacia los lados porque sufro de vértigo de altura. Pensá que sos una cabra de montaña, me digo. Pero a mitad de la subida empiezo a hiperventilar, el cuerpo me tiembla y me descubro a punto de largarme a llorar, a los gritos. Colgada de una roca con un precipicio abajo. Constatemos que como cabra de montaña no hago un buen papel. Un hombre que va un poco más arriba me ve y me dice, ¿te ayudo?
Sus palabras, como una fórmula mágica, rompen la oscuridad en la que estoy entrando. Me mira y me extiende la mano y pienso que si la agarro nos vamos a caer los dos juntos. Tengo que hacer de tripas corazón, o más bien, cerebro, porque lo que necesito es ser racional, calmarme y terminar de subir. Aunque, ¿qué hay de racional en que esté colgada de un masivo montañoso cuando sufro de vértigo de altura? No, gracias, le digo, lo voy a hacer sola. Y ahí voy otra vez, pensando un paso por vez, sin mirar ni hacia abajo, ni mucho más allá de la próxima roca. El temblor se calma y la respiración se apacigua un poco. Estoy otra vez concentrada en la tarea. Y llego a la cima. No seré una cabra de montaña pero estoy casi a la altura de Renata Chlumska –salvando los 7000 metros que nos separan.
Desde ahí arriba se ven lagos, ríos y montañas que ya no solo son Noruega, sino el planeta Tierra, impasible ante nuestras miradas. Por unos instantes es posible olvidar las atrocidades provocadas por nosotros, el mayor depredador del reino animal, e imaginar que nuestra presencia no lo ha alterado en lo más mínimo. Es tan bello que me dan ganas de llorar, ahora de felicidad. Pero en seguida me invaden las imágenes de las pruebas nucleares en el bellísimo desierto de Nevada, en los años 50 del siglo pasado; imágenes que David Lynch reutiliza en la última temporada de Twin Peaks para sugerir algo así como el nacimiento del personaje de Bob, encarnación del mal. El infierno que los humanos hacemos del mundo.
Una vez abajo, Rocky también tiene un instante de éxtasis. Mientras los dos se recuperan, tirados boca abajo en un muelle, los cuerpos laxos, los brazos colgando sobre el agua, dice, sin levantar la vista: “Cuando se está en la montaña, tomás perspectiva de cómo vivimos en la sociedad actual”. Y no es David Lynch quien interrumpe el momento sino su amigo, que le responde: “Sí, estamos tan metidos en nuestra acogedora rutina que nos olvidamos del infierno que es la naturaleza”.
Es todo una cuestión de escala.