–Es el estrés –dijo la entendida.
–Sobrecarga emocional –añadió el entendido.
–Es el encierro que hace el aire irrespirable, el no poder salir –dijo el pensador.
–Es la angustia que se escapa de las manos para dejar escapar la energía acumulada –dijo la dueña de casa acostumbrada a sufrir los arrebatos del cónyuge.
–Es lógico, perdiste el empleo y la rutina –dijo el sociólogo.
–Es la vida –dijo el filosofo improvisado.
–Es el miedo –dijo el cobarde.
Los miré a los ojos, levanté mi voz y declaré: lo rompí por inútil, inútil y más encima preguntón.
–Cierto –exclamaron a coro el filósofo, el pensador, doña Cleta mi vecina, el consejo de ancianos, el sociólogo, si hasta el Presidente se metió al baile y dijo en una de sus características frases sin sentido: eso confirma la necesidad de abrir las puertas de la muerte a la vida.
Rompí mi plato por inútil, no porque no tenía nada para poner en él, lo rompí porque lo que tengo es hambre y me da vergüenza salir a ponerme en la cola para conseguir un plato de comida. El hambre la conozco, no es la primera vez que paso hambre, pero desde pequeño me enseñaron que el hambre se esconde, que hace bajar la mirada, que hace explotar en un sollozo al varón más curtido al aceptar un vaso de leche y a la hembra más briosa, la hace implorar por sus críos.
Lo sé, no hay que tener vergüenza, el poder comer no es vergonzoso, es humano, pero el tener que ponerse en la fila nos vuelve un poco menos humanos.
–¿Un humano con hambre es menos humano? –preguntó mi plato.
Mi plato le preguntó al pensador: ¿nos habrá cambiado esta pandemia, ¿habremos aprendido algo de esta experiencia?, ¿cómo será nuestro mañana?, pero, sobre todo ¿para qué estoy en este mundo?
El pensador miró mi plato vacío y dijo: yo estoy aquí para pensar y para alimentar el pensamiento, el hambre es cosa que no está a mi alcance, yo me preocupo de cosas importantes. Podría responderte: quizás viniste a este mundo para embellecerlo, la pobreza hace que la riqueza se vea más bella; como ves, nos necesitamos el uno al otro, cada uno juega su rol en este planeta. Si todos vistiéramos bien, la moda no tendría sentido, se necesita del harapiento para que otro luzca elegante.
Mi plato movió tristemente la cabeza y siguió su búsqueda. Se encontró con un economista y esperanzado le preguntó: ¿qué sociedad nos espera?, ¿será más igualitaria?, o a nosotros, los de abajo, ¿se nos volverá a vender la ilusión de que podemos llegar a ser como los de arriba?
El economista le respondió: vengo de una importante reunión con los economistas del mundo, nosotros nos preocupamos de la economía del futuro, de cómo derrotar la recesión, de cómo regresar a los tiempos de riqueza, de cómo –para que entiendas– hacer marchar la maquinaria; yo no me ocupo de las piezas de repuesto, mi tarea en este mundo es más importante que ocuparme de un plato vacío.
Mi plato lo miró tristemente y se dijo, por lo visto nací para ser un plato vacío y al parecer los platos vacíos no hacemos parte de este mundo, y moviendo la cabeza siguió su búsqueda.
A mi plato le dolió la cabeza y buscando remedio para su dolor, le preguntó al médico, ¿por qué el miedo a la enfermedad da dolor de cabeza?
Los doctores del mundo acomodaron sus gafas, sus delantales y triunfadoramente sonrieron: para ello tenemos respuesta. No es la peste, la que causa tu dolor de cabeza, es el no tener trabajo, es el hambre, y por favor, si no puedes pagar la consulta guárdate tus preguntas, tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos, nosotros nos ocupamos de la salud de la humanidad y tú no eres más que uno, y uno que no paga es igual a cero, no cuenta.
Mi plato sonrío tristemente, se apretó el cinturón y siguió su búsqueda.
Por la ventana de la cocina entró una sinfonía de campanillas de plata cayendo de los bolsillos. Las voces que superaron el temor, voces del negacionismo, rompiendo las reglas, se dirigían cantando a los centros comerciales. Esas voces, ayer del sentido común, se levantaban desafiantes para regresar al pasado. –Nada ha cambiado –se escuchaba–, no hemos cambiado, somos el triunfo de la civilización, somos el nuevo Black Friday.
–Y las voces de los 36 millones de nuevos platos vacíos en los Estados Unidos, o los 195 millones en el mundo, sumados a los 2.000 millones que trabajan en empleos marginales, los primeros empleos que se lleva la pandemia, ¿dónde se encuentran en este concierto? –preguntó, desentonando, mi plato.
Los manjares desfilaron frente a sus ojos y tristemente retiró su mano, ocultó su desazón y, vacío, continuó su búsqueda.
Cansado se dirigió al borde del mar, su amigo. El comendador había dicho: el mar os pertenece, id y solazaos, es bueno para el alma, es bueno para romper la angustia, pero sobre todo es bueno para la economía. Decretó: las playas están abiertas, pero eso sí, cuídense, conserven la distancia social.
Al llegar a la playa vi a la gente apelotonándose, buscando el sol, buscando el agua, buscando un pez con el cual conversar. La mitad de los paseantes con máscaras, la otra mitad con la inconciencia del impotente que se cree todopoderoso, o que no piensa, o que quiere regresar a la vida negando el pasado.
Mi plato sonrío tristemente, tembló de miedo y se dijo: pelotudo el gobernante.
Escuchó en las últimas noticias al futuro comendador y se dijo: sospechoso, en un discurso populista y oportunista promete cambiar su forma de pensar, cambia su discurso y simula el adoptar el de otros, el camaleón mamá, el camaleón, cambia de colores según la ocasión, decía una canción en mi juventud.
En su nuevo color aparenta interesarse en los platos vacíos, en el clima, en la educación gratuita, en la salud como un derecho, para atraer los votos de las víctimas de los nuevos miedos. Marinerito sobre cubierta, como se dice en Puerto Rico para pedir ver el dinero primero. Ver para creer como dice la mayoría –la mayoría menos los ciegos, y es natural. Nada por aquí, nada por allá dijo el ilusionista al pueblo, parole, parole, parole, dijo la canción triunfadora en el festival de las ilusiones perdidas.
Cansado de falsas promesas mi plato les dio vuelta la espalda, se alejó de la masa, y siguió su búsqueda.
Solo y sin respuestas se encontró con otro plato vacío y le preguntó: ¿tú también perdiste el empleo? Nunca había pensado en el otro, pensé que mi desgracia era única.
Y tristemente, dando vuelta la cabeza me preguntó: y tu, ¿cuál es la razón de tu existencia?
Lo tomé entre mis manos, y por lo que tengo hambre, por lo que el hambre me espera a la vuelta de la esquina, lo rompí, por inútil y preguntón.
–En tiempos de la peste ¿es peligroso el preguntarse o el hacer preguntas? –insistió incorregible, recogiendo sus pedazos.
A la próxima pregunta, lo muelo, me dije.