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paola maita
Photo by: Marita Cosma ©

Corporeidad

Las manos de los médicos que han pasado por dentro y por encima de mí, la vacuna del SARS-COV-2, mis malestares, los medicamentos que me pongo o tomo, mi piercing, los tatuajes que me he hecho y que me haré, con quienes me he besado, con quiénes he tenido relaciones sexuales, mis movimientos, mis olores, mis ciclos menstruales, mi peso, mis cicatrices y marcas, las alergias que siempre me persiguen, el sonido que hacen mis articulaciones cuando crujen, cuántas veces me depilo por aburrimiento y cuántas son por vergüenza, lo que como en un día, o cuánto varían mis senos durante el mes.

Vivo en este cuerpo maduro que va mutando día a día, a veces porque quiero, otras porque quiere, unas porque tiene, y las demás porque simplemente suceden. Es el lugar que habito desde que existo como feto y, sin embargo, en ocasiones, lo siento muy mío, y en otras ajeno.

Lo decoro, lo cuido, lo defiendo, le reclamo, le lastimo, le consiento… Todo ello en el afán de sentir que puedo controlar su destino, aunque otras veces caiga en cuenta de que en mi cuerpo sólo influyo yo algunos instantes y el resto del tiempo está sujeto al azar, el destino y la mirada ajena.

Así como puedo listar todo lo que depende de mi voluntad solamente, existe el resto de cosas externas que le influyen y que ninguna lista podría enumerar de principio a fin. A cada momento, pierdo y recupero el control de mi cuerpo, sin que nada sea permanente.


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