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adrian ferrero
Photo by: Gabriel Molina ©

Coronavirus: una casa llena de presencias

Tenemos la sensación algunos de nosotros seguramente, de que estamos habitando un hogar desnudo. Desnudo de personas. Desnudo de la vida que supo agitar los tiempos en que algunas flores estallaban o bien la comida circulaba en reuniones por diversos motivos o festividades entre seres queridos o acaso compañeros de trabajo. Esa época se terminó por estos días. Pero ¿se terminó realmente? ¿no hay lazos inexpugnables, inextinguibles a los que podamos acudir para sobrellevar esta terrible crisis que no afecta solamente a los Estados/Nación sino a la economía, al mundo global? El filósofo Zygmunt Bauman postula que vivimos en tiempos en los que las certezas han estallado. La estabilidad se ha desintegrado. Las categorías con que antes juzgábamos al mundo ahora son inútiles. Otro orden de cosas es el que se ha impuesto bajo el imaginario de un fluido, según sus palabras.

Pienso que hay muchas maneras de sentirnos cerca. La escritura es una de ellas (y no me estoy refiriendo precisamente a la profesional, si bien algo de eso puede haber también). La gratificación inteligente de un buen libro. La puesta de una obra de teatro que quedó registrada en archivos audiovisuales de nuestra TV o nuestra computadora. La música que, ella sí, da batalla contra el silencio mortuorio de una casa que pareciera perecer frente a las ausencias. La música puebla de voces un universo que permanecía en un vacío sin transiciones. La música, en especial la vocal, trae presencias a esos espacios vacíos colmándolos de una corporalidad que restituye a la escena insular de una casa a solas. No hay un diálogo, es cierto, pero hay una escucha. Lo que no es poco.

Confinarse es una forma de preservarse. Este es el punto que debemos terminar de comprender. La vida debe proseguir su curso. Es bueno cultivarse en estas circunstancias. Aprovechar para hacer todas esas cosas (no de modo festivo, pero sí formativo) de las que la vida profesional nos privaba de llevar adelante durante el año laboral obstaculizando un ocio productivo tan necesario como urgente. Un camino hacia la madurez creativa y hacia el trabajo de la invención que se potencia multiplicado hacia distintos órdenes de la vida cotidiana. Porque nos vuelve más sabios. Y nos vuelve más humanos.

Un hogar no es una galaxia de la que estamos cautivos. Podemos salir razonablemente para adquirir víveres, agua potable y las noticias llegan sin buscarlas, sin ir tras ellas. Eso es cierto. Llegan en una suerte de inercia que el drama colectivo en el que la vida cotidiana parece nos sume. Propongo entonces una mirada con visión de futuro. Era irrisorio en otras etapas de la Historia, como en la Edad Media en Europa superar la peste negra, pero se logró. Con costos altos. El SIDA fue investigado, estudiado y se produjeron fármacos para su tratamiento. El cáncer puede, dolorosamente aún, ser tratado y hasta detenido. ¿Por qué no habría de ocurrir algo similar con el Coronavirus? Nada tiene por qué ser indicio de lo contrario. La vida seguirá (como sigue) su curso, con matices en ciertos casos notables, pero también esta circunstancia consiste en un desafío sin precedentes para que las sociedades contemporáneas trabajen sus recursos de común acuerdo para superar una amenaza que pone en riesgo vidas pero también incita a otra clase de vida: una vida de una infinita riqueza de significados, de sentidos de esos significados, de encuentros por otros canales distintos de los más frecuentes. Y para aguzar la inteligencia en tanto podemos buscar para encontrar exactamente lo que andamos buscando o anduvimos buscando toda la vida. Se puede producir el hallazgo inesperado que mediante una investigación creativa nos conduzca hacia un destino insospechado.

Ayer le envié un artículo sobre el Coronavirus a un académica de la Universidad de Maryland, unos de los Estados más castigados de los EE. UU. Me dijo que era un artículo esperanzador. No otra cosas necesitamos ahora o aguardamos de escritoras y escritores. De artes de todas las especialidades. Pero también de los científicos, quienes mediante la divulgación pueden traer el sosiego y la tranquilidad. El conocimiento explicativo de la pandemia para de ese modo relativizar o neutralizar los relatos mediáticos sin congruencia con los de los Estados/Nación. Se trata de que expertos en todas las ramas del saber, de esa construcción arborescente que es el universo de lo cognoscitivo se puedan articular hasta conformar una plataforma plural y pluralista.

Me refiero a una cierta clase de solidaridad entre pares y entre discípulos (digamos) según la cual lo que cada uno sabe pueda ser compartido el semejante. En el arte, los talentos tienen mucho para enseñarnos. Si colectivizamos esos saberes, serán poderosos. La vida cambiará porque los discursos sociales que circulan sobre ella y sus repercusiones serán otras.

Lo sabemos, el trabajo será difícil. Ímprobo en ocasiones. Pero me parece que es la única forma de que de una isla solitaria, como la que concibió Daniel Defoe para su Robinson Crusoe, tan bellamente traducida al español por Julio Cortázar, podamos encontrar las huellas sobre la arena. Esas huellas que si las seguimos nos conducirán probablemente a una comunidad de iguales (pero no idénticos).

En este preciso momento, más que en ningún otro, resulta imprescindible la noción de semejante. La noción de comunidad, no tan solo la imaginaria de la que habla Benedict Anderson, sino la que, a partir de la imaginaria, nos permitirá reconstruir las tramas de un mundo más saludable y menos resignado a ser vencido sin la fe en la condición humana.
Si los medios bombardean con información contradictoria será cuestión de apagar la TV, la computadora o la radio y sumergirnos en el maravilloso universo de la libertad subjetiva del arte: recitales, obras de teatro, entrevistas a artistas, conferencias, films, documentales. Esto en relación a la gran comunidad digital.

Pero en ese territorio de lo salvaje que es la ficción y la literatura, no tengamos miedo. de sumirnos como en un espacio en el que otras versiones de la realidad distópica se nos imponen y estemos en condiciones de afrontarla.

Hombres y mujeres, niños y niñas, estudian, trabajan en sus domicilios. Mantienen la distancia que pauta la norma en relación al contacto interpersonal. Los alimentos son desinfectados, al igual que las casas, con asiduidad. Un estilo de vida indudablemente ha cambiado para ser suplantado por otro. Pero si a ello sumamos el pánico, una carga perniciosa de terror inmanejable, asaltos e imprudencias, está claro que los esfuerzos de muchos se ven puestos en peligro debido a la irresponsabilidad de otros grupos. Por ignorancia, por indigencia o por irresponsabilidad. Incluso por falta a la ética y a la ley.

Pero regresando a esta metáfora del hogar desnudo, me gustaría pensar que también puede ser un hogar plagado de reminiscencias de todo lo que ha tenido lugar en él. Acudamos entonces a la memoria, como lo hizo Marcel Proust de modo magistral, aunque no sea de modo involuntario, escuchemos al cuerpo atento a los estímulos que nos rodean pero también nos rodearon. El mundo ha dejado de ser un lugar hospitalario para devenir un lugar hostil en particular por la falta irrespetuosa de unos pocos o por la de recursos de otros tantos. Esas personas en situación de calle que no solo circulan por América Latina sino también en el Primer Mundo.

Dar a conocer autores y autoras por parte de expertos que permitan disfrutar de la literatura. Explicar los conocedores de la Historia de Arte acerca de sus etapas, sus períodos y las formas de apreciar sus imágenes en un contexto mayor que envuelva al arte impetuosamente. Los filósofos pueden dictar mediante las redes sociales videoconferencias a propósito no tanto de lo que está sucediendo sino de lo que ha sucedido en la Historia del pensamiento de la Humanidad. Que lo escritores y escritoras entusiasmen a escribir o a leer colectivamente son formas de socialización que nos mantendrán conformando un conglomerado sólido y contundente para afrontar una crisis sin precedentes. Mi propuesta es que los recursos humanos se pongan al servicio de la ciudadanía potenciados por las redes sociales o los media. De modo que este síntoma claustrofóbico que acusa la sociedad se vea atenuado por propuestas inteligentes. Así, el trabajo será provechoso, el tiempo se ganará, no será tiempo perdido. El aprendizaje es, lo sabemos, siempre de naturaleza edificante además de poseer fuertes connotaciones éticas. De modo que de esta manera seremos seres más dignos y más íntegros.

La casa comenzará a poblarse de presencia. Escucharemos las voces de nuestros abuelos con sus historias inolvidables. Las tramas del dolor de algunos de ellos que inevitablemente nos recordarán que no hemos sido los únicos en sufrir ni lo seremos en adelante. El mundo parece menos tangible (es cierto) pero también ofrece oportunidades fabulosas para cultivarse de modo sensible, para promover el conocimiento, para comprender la realidad contemporánea, para evitar caer en las celadas de algunos medios o de las forma de control que aspiren a manipularnos. Cognoscitivamente están sentadas las bases para que especialistas de todas las ramas puedan realizar aportes sustantivos a la comunidad para superar el presente contexto.

Esta casa con presencias, en ocasiones reales, en otras por sustracción de persona y llegada de ausencia debido a la pandemia, nos sumirá en un estado que podrá ser de zozobra, pero no debemos permitir que permanezca en un estadio inmóvil. La vida debe proseguir como nuestros seres queridos requieren de esa misma salud que reclaman para un acompañamiento en situaciones dramáticas y dilemáticas.

Y si existe esta fugacidad de las noticias según la cual todo lo que acaba de ser verbalizado ya caduca en instantes, hay cosas inamovibles que evidentemente no lo son. A ellas apostemos. Pensemos en una casa a puertas abiertas, en medio de una reunión de esos seres queridos de naturaleza perenne.


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