El auto no enciende. Está muerto. Levanto la tapa del motor y encuentro unos gatitos metidos entre la batería y los cables. Los ahuyento. Uno salta ciego, sin dirección. El otro se mete en un rincón del motor. Estoy apurado. Debo salir rápidamente. Toco los bornes de la batería. Y logro encender el motor. Escucho un quejido agudo, veloz. Es el gatito que ha quedado en las entrañas del auto.
Me bajo. Intento atraparlo. No llego. Mi brazo es corto y no llego. Me asiste un amigo. Estira un palo. Cuando roza la piel del gato, maúlla con furor.
Me subo al auto y acelero. Llego a mi casa. El gato sigue ahí, perdido en el calor de las entrañas.
Llamo a la empresa de seguro. Me dicen que ellos solo envían una grúa en caso de desperfecto mecánico. Me piden que llame a Defensa civil. Mi esposa, que ha vuelto del colegio de mis hijos, llama a Defensa civil. Le dicen que solo vendrían si el gato está atrapado. Mi esposa les explica. Le dicen que llame a los bomberos.
Desquiciado, llevo el auto a un lavadero. Los chicos me conocen. Les pido que laven con premura y que saquen al gatito que está incrustado en el corazón del motor. El que me atiende se llama Alexis y me mira con estupor, un poco asombrado.
Bueno, responde. Voy a intentarlo.
Angustiado, regreso al lavadero después de una hora. Pienso en el cuerpo herido como un corazón delator.
Alexis me entrega las llaves y me dice que el gatito está dentro del auto, que no quiere dejarlo en el lavadero porque hay un perro que se dedica a matar gatos de la calle.
Lo busco en el interior y no lo encuentro.
Se ha escapado, dice Alexis.
Lo rastrea. Está metido debajo de la rueda. Lo agarra y lo introduce en el baúl. El gatito sin nombre se sube al asiento de atrás. Tirita como un marrano. Y tiene los ojos brillosos, como si hubiera venido de una batalla.
Cuando entro al garaje, toco bocina. El gato está vivo, grito, como si fuera una victoria espartana y final.
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