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Daniel Campos

Corazón de Atitlán

El Lago de Atitlán amaneció sereno y liso aquella mañana de mediados de agosto. La luz de la aurora doraba las faldas de los volcanes San Pedro y Tolimán e iluminaba la cumbre del Atitlán, los tres colosos que al sur del lago se elevan hacia el cielo. A esa hora de paz, las aguas quietas parecían un papel celofán plateado y brillante, con levísimos pliegues en la medianía.

A media mañana, mientras navegábamos sus aguas desde Panajachel hacia San Juan la Laguna, uno de los pueblitos en sus orillas occidentales, el oleaje sutil del Atitlán nos mecía levemente. Lucía los tonos jade y esmeralda de los bosques en las montañas cercanas. Cuando desembarcamos, en la cooperativa de tejedoras una mujer tzu’tujil nos explicó cómo ellas cultivan y procesan el algodón para crear sus propios hilos, cómo los tiñen con pigmentos naturales extraídos de plantas, frutas y semillas de la zona y cómo los utilizan luego en sus telares tradicionales para crear tejidos únicos y preciosos. Demostró el uso del telar de cintura con elegante destreza manual y corporal. Parecía danzar hincada y tocar el arpa al mismo tiempo. Quizá inspirada por los colores de las aguas a esa hora, mi compañera de viaje decidió comprar una hermosa chalina de verdes matices.

Ya al mediodía el lago comenzaba a rizarse y tornarse más azulado mientras lo navegábamos de nuevo para desembarcar en Santiago de Atitlán. Allí recorrimos el mercado local. Las mujeres mayas hablaban sus lenguas y vendían e intercambiaban verduras, frutas, pescado, langostinos, hierbas, granos y textiles hilados y bordados por ellas. Mientras las observaba y sentía los olores a tierra, lago y algodón, recordaba un verso de la canción “Una tarde de sol” de Manolo García: “Busco el aroma de mujeres que pasan a sus cosas, a su lucha, a la tarea que les toca”.

A media tarde, cuando ya regresábamos a Panajachel, el Atitlán parecía esmeralda líquida. Pero se había picado y el embate del oleaje resistía nuestro avance. La lancha saltaba al aire y caía con fuerza tras superar cada ola. El lago demostraba su poder natural y nos obligaba a respetarlo.

Al atardecer, se tornaba de un azul cada vez más profundo mientras su incesante oleaje besaba y lamía la orilla y purificaba mis pies y mi espíritu. Niños cakchiqueles nadaban y jugaban en las olas. Sus voces matizaban con levedad a la potente voz de lago y sus risas añadían alegría a los arreboles que pintaba el sol al despedirse.

Ya en la penumbra, la superficie de sus aguas lucía concavidades de ónice y convexidades de ámbar. Se tornaba pensativo. Invitaba a meditar.

Por la noche continuaba impetuoso. Sin embargo mientras la oscuridad se profundizaba y llegaba la madrugada, el lago se fue serenando. Seguro de quién es y qué quiere, es generoso y se muestra a todos durante el día pero guarda para sí mismo sus misterios nocturnos, los que nadie conoce a menos que él escoja revelarlos en la quietud de su intimidad. En esa intimidad misteriosa se renueva. Amaneció plateado, liso y tranquilo de nuevo, regalándonos su belleza con generosidad.

El Lago de Atitlán es un corazón que late en medio de montañas y volcanes, variando sus ritmos y mudando sus cadencias a lo largo del día, mostrando sus virtudes y guardando sus secretos. Y así es el corazón de verdaderos poetas y divinas poetisas en el transcurso de un día como aquel en Guatemala, rico en experiencias, pleno de pasiones, rebosante de Vida.


Photo Credits: Thomas Frost Jensen ©

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