No sabemos si los dirigentes mundiales han decidido caminar hacia el precipicio o hacia las cavernas, pero siguen sin apostar por caminar en círculo para que la humanidad pueda caminar indefinidamente.
Quiero mejores metáforas. Quiero mejores historias. Quiero más apertura. Quiero mejores preguntas. Solo gracias a todo esto dispondremos de herramientas a la altura de las increíbles posibilidades y las terribles realidades a las que nos enfrentamos. Con esta cita de la activista medioambiental y escritora Rebecca Solnit arranca Aprendívoros (Turner, 2021), el reciente trabajo del filósofo jardinero Santiago Beruete, en el que cultivar no es sino una acepción más del verbo educar, o viceversa.
Finalizada la COP26, la respuesta sigue siendo la misma, vuelva usted mañana, que en la fiesta de los poderosos todavía no hay prisa. Inmersos en un círculo diabólico en el que sólo se miden los resultados a corto plazo, hemos dejado de incluir en la ecuación a las generaciones futuras. Ni nos sentimos pasajeros del mismo barco de los humanos de hoy, ni responsables de lo que suceda con los del mañana. Inmersos en nuestros mares de asfalto y hormigón, parecemos ignorar que en la naturaleza las cosas necesitan su tiempo. Plantar un árbol es una inversión intergeneracional. Cultivar no es pulsar un botón en una aplicación y esperar veinte minutos a que suene el timbre con la comida caliente.
Necesitamos nuevas metáforas, nuevas historias y mejores preguntas que cultiven en nuestro interior la necesidad de cambios efectivos, reales e inmediatos. Necesitamos otras narraciones, otras músicas y otros poetas que nos ayuden a asimilar lo que está pasando a nuestro alrededor, para salir de este soma y asimilar que las soluciones deben ser ahora.
La COP26 ha cerrado sus puertas y nos ha vuelto a dar con ellas en las narices. Palabras, palabras y palabras. Así ha resumido Greta Thunberg los resultados de esta cumbre, donde los líderes mundiales, porque las líderes seguían siendo pocas. Han seguido lavando sus trapos en verde, llenado sus discursos de esperanza y de avances en la “dirección correcta” en pasos tan pequeños que parece que sólo limitaremos la contaminación de combustibles fósiles cuando los hayamos quemado todos.
No basta con poner en los perfiles de Twitter que andamos preocupados por el medio ambiente y los derechos humanos y sociales, si vamos dejando tras nosotros una imborrable huella de carbono y ni siquiera volvamos la vista atrás. Debemos aprender a recoger nuestros propios excrementos, como ya lo habemos aprendido a hacer con los de nuestros animales domésticos. No sólo existe un greenwashing empresarial e institucional, sino también individual, pues “el colapso es el horizonte de nuestra generación, es el comienzo de su futuro. ¿Qué será lo próximo?”, citando a Pablo Servigne y Raphaël Stevens, en su libro Colapsología (Arpa, 2020), regando de preguntas necesarias que la COP26 sigue dejando sin respuesta. La más inquietante de todas, ¿es posible vivir un desmoronamiento «civilizado», de manera más o menos pacífica? Y de ella surgen, como enganchados unos interrogantes con otros, muchas preguntas para las que nos han dejado sin respuesta.
No habrá hueco de encina donde refugiarse, como San Gelarco, ni choza en lo alto de un árbol donde habitar, como hizo en sus últimos días San Antonio de Padua. El cambio es global y, aunque no lo parezca, no hay criptomoneda que pague otro planeta donde habitar. En palabras del poeta Gustavo Duch, «hay quien defiende seguir caminando hacia delante, / hacia el precipicio./ hay quien defiende caminar hacia atrás, hacia las cavernas / pero hay quien defiende caminar en círculo para caminar indefinidamente».
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