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Abraham García Alvarado

Conversando con el estudio socio-económico 

CIUDAD DE MÉXICO: Lleno de incertidumbres regresas al DF después de un exilio de adolescencia que ha durado 18 años. Llega el hombre, debe readaptarse a la familia, amigos, novedades (el mentado Metrobús) y un panorama mirando al progreso y la madurez de recuerdos forasteros de la discreción. Todo está planeado: una entrevista de trabajo confirmada, un añorado pozole para comer, previsto, hizo daño; las primeras visitas y un vistazo a las calles con la estampa del tiempo pegadas con un imán sobre el refrigerador.

El primer viaje en metro, es el inicio del reto hacia al sur de la ciudad. Vas de corbata, saco, pantalón de vestir y las ganas que te acompañan como zapatos pero que te dejan ir un paso más adelante, aun desconfiadas y con miedo a lo nuevo. Las herramientas son insuficientes para derrotar a la masa humana que se aglomera en las horas pico del transporte y como plumas en almohada rellenan ese trenecito anaranjado que circula por debajo de ti. El inglés por dentro te dice, welcome back. Es en el metro donde ves rostros de amabilidad, de desesperación y de sueño, es la melancolía la que te acaricia las sienes con esas manos metálicas manchadas de huellas dactilares y te deja marcado. Se convierte después en motivo de burlas en la primera reunión, descubres que la ternura es intolerable en esta ciudad, dales dos semanas, los vas a odiar. Y a la persona que dijo esto, una muchacha que no conoces y no quieres conocer, tiene su vida pisoteada, sin la humildad y el desarrollo, sin madurez. A ella le das dos horas de atención y nada más.

“Si mire vengo ofreciéndole un paquete de chicles con centro jugoso y cápsula líquida sabor a menta-sabor a naranja-sabor a sandía; para el mal aliento-para la molestia de la garganta-para la sed; por 5 pesos, 5 le vale, 5 pesos le cuesta.”

Canción de oferta que te mastica la nostalgia, tienes piel de gallina. No estás listo para el DF. Que esto no es New York y que no va a ser nada fácil. Aun así sigues con lo tuyo. Búsqueda de trabajo, nueva vida, segunda oportunidad, una de tantas.

La escuela de inglés que te recluta te pide capacitación por tres semanas intensivas. Ida y vuelta diario en el mismo metro, trenecito anaranjado que corre por arriba de ti, hasta que descubres el mentado Metrobús. Más fácil de ida, con un caótico embarque matutino. Firmas el contrato de exclusividad por seis meses. No puedes enseñar inglés ni usarlo con fines de lucro en ninguna institución de enseñanza, ni siquiera por tu cuenta. El siguiente paso para finalizar la contratación: un estudio socio-económico. ¿Qué es eso?

La trabajadora social visita el departamento dónde por el momento (temporal, así suena mejor) tienes hospedaje, investiga tu vida personal y económica. La insalubre conversación dura dos horas. Es un cuestionario para saber todo sobre ti, de dónde saliste. Ingresos económicos, aun cuando de la entrevista depende de un sí o no para la contratación, estás sujeto a responder, no eres dueño de propiedades, ni cuenta de banco tienes, pero el estudio quiere saber si eres dueño de un horno de microondas, cuántos CDs hay en la casa, cuántas estufas hay, cuantas televisiones, camas, refrigeradores, computadoras.

Un mes después, tú y México caminan por la avenida de Los Insurgentes rumbo al norte, y conoces a José Luis Nájera Hernández, un humilde y extraño vendedor ambulante. José Luis vende dulces caminando por la avenida, el encuentro se da a la altura de la calle James Sullivan esquina Insurgentes rasguñando Reforma, te ofrece dos dulces por cinco pesos. Los dulces viejos no te apetecen en el momento y José Luis entonces pide una moneda, no he vendido nada y es para echar un taco, dice. ¿Echarlo a dónde?, pues al estómago. Sacas una moneda y se la das. Le preguntas su nombre y que si a eso se dedica para vivir. Le preguntas su edad, su residencia, su origen y su estado civil. El chispado José Luis, piel morena asoleada como el barro crudo, pelos gruesos de mecate con un corte medio hipster a la Brooklyn o es tu imaginación, se muestra amable aunque le brotan espasmos de agresividad, es la confusión sobre su origen. Dice que es de Ciudad Guerrero, del DF, de Puebla, pero que llegó a la Capital a los seis años. No sabe su edad, se justifica, me dijeron que tenía 36 años, ya estoy viejo. Los autos pasan por ese pedacito de Insurgentes rumbo al sur que acaricia la avenida Reforma en una cuchilla, y José Luis y tú charlando y compartiendo sus vidas. Las cosas que te cuenta te gustan mucho, sencillamente hay tanto de que hablar, tratas de no hacerlo enojar por preguntar intimidades, y un par de lagrimas le brillan en esos ojos ámbar oscuro color cerveza, ojos de olvido y parpados pesados, arañados con patas de gallo sin sabor. Que diferentes vidas dentro del mismo mundo, historias con rostro de calle y sociedad. Un cuestionario lleno de preguntas que suenan en tu recuerdo como las de la trabajadora social del estudio socio-económico. En ese punto de Sullivan, Reforma e Insurgentes todo México habla así:

¿Cuánto son sus ingresos mensuales?: “Yo viví en un albergue en Coyoacán, es más puedes ir a pedir información allá con la señorita Luisa María Álvarez*, ella te puede decir mi edad. Me escapé de ahí por pendejo, pero terminé la prepa, sólo que la verdad la escuela nunca me quiso y a mí sí me gustaba mucho.”

¿Cuántos televisores tiene?: “Tengo un hermano que vive en los Estados Unidos de América, no sé dónde, pero es mi único pariente. La verdad yo quisiera tener dinero para poder viajar, o sea, sí he viajado y todo, conozco Acapulco, Puerto Vallarta…pero quiero ir a otros lugares. ¿El gabacho** es bonito? Dicen que sí. Aquí la neta*** está de la chingada.”

¿Cuántos autos tiene?: «Yo ya no robo, antes sí, la verdad es que sí, pero ahora con los dulces prefiero hacerla. Luego me dan ganas cuando tengo un chingo de hambre, pero las tripas se me enredan y se van las ganas, no quiero robar. ¿No quieres uno, cinco pesos? Toma agarra dos. Y pues con lo que vendo como poquito. Vivo en la calle, donde me agarre la noche, pero ya en unos días voy a tener para un cuartito de hotel, pero es que a veces no me alcanza, son 65 pesos el día, compartes el baño pero duermes chido.»

¿Cuánto gana su esposa?: «Sí, como no, yo lloro a veces, extraño a mi novia. No sé donde está. Yo “lo” conocí un día, era de noche, iba yo por la avenida y unos perros le estaban pegando, uno “lo” jalaba de los pelos, pelos cortos, y el otro le estaba dando de patadas en el vientre. Yo la verdad no me quería meter, pero pues “lo” vi bien chiquito y los otros dos pues eran más grandes. Pues que me meto, a uno le di una patada en la cara, le reventé la nariz, y al otro que le azoto la cabeza en la banqueta. Nos echamos a correr, yo arrastrándolo, yo todavía pensaba que era muchacho, niño, y no, ya después que me habla y era voz de vieja. Pues sí, esos dos cabrones se la querían violar y yo la salvé. Éramos novios, pero se perdió otra vez, cuatro años y se perdió, quien sabe donde, la ciudad se la robó, me la robó a mí. La noche, tú sabes, la noche es la que nos roba a todos. Nos pierde. Una vez que entras a la noche ya no se puede salir.»

¿Cuántas estufas hay en la cocina?: «Pues la mera verdad sí me gusta la cerveza, no lo niego. Las drogas también, no te enojes, o qué, ¿tú no le haces?, pero no me alcanza, ¡nooo! No puedo comprar. De vez en cuando.»

Y ahí en esa calle, donde los autos pasan y los miran, con parabrisas polvosos, faros rotos, ventanas bajas y sonrientes, testigos del dialogo, ojos pelados; le regalas a José Luis una Metrocard del subway de New York. No te puedo regalar más, le dices. Pero ten la seguridad de que ésta tarjeta te llevará a todo el mundo. Con esta tarjeta vas a poder viajar a donde tú quieras. Y quizá encuentres a tu novia y sigan juntos. Prométeme que no la vas a perder. José Luis y tú se dan un abrazo. Le tomas una foto sujetando la tarjeta, en su cara de barro hay pintada una sonrisa de margarita, huele a cerveza vieja. También se arruga una mueca de resignación. Se despiden, otro abrazo, le prometes que contarás su historia, su pedacito de noche que compartió contigo. ¿Y qué gano, yo?, pregunta José Luis. Su nombre te llega a las arterias del corazón, llegará a todo el mundo, que los que lo escuchen hablar, probablemente sabrán lo absurdo del estudio socio-económico. Las avenidas dan una media vuelta, Insurgentes Norte se va contigo de la mano de James Sullivan, y Reforma se cruza al sur junto al vendedor de dulces, tú vas a tu casa, a la casa donde tienes una estufa, donde hay CDs que no ves, donde hay una ducha, un escusado, un horno, una cama, un sofá, una mesa, un refrigerador; donde tienes ropa, comida, recuerdos de lo interesante que es soñar y conocer a gente como José Luis desde la comodidad del hogar.

Cuando la trabajadora social se despide, ha terminado el estudio socio-económico, toma fotos del departamento, tú sales junto al televisor plasma, otra y sales sentado en el gran sofá del Palacio de Hierro, sonríes para que se vea lo feliz que eres. La trabajadora social te pide permiso para hacer otra pregunta que ya había hecho al principio del estudio, pero la quiere volver hacer. ¿Por qué se regresó a México? Allá lo tienen todo, ¿no?

La ves bajita, sonriendo como una hiena embarazada, sin más en la cabeza que ese fleco noventero que le enseñaron a perfeccionar sus hijas. Y le respondes, allá ya no se usan los CDs, ya pasaron de moda, no definen posición económica, tenerlos no ayuda para obtener un empleo y sobrevivir. Ah, dijo, claro, allá usan “blurrey”, los más nuevos. Le respondes que tampoco. Que lo más nuevo es Netflix, según tú.

Pero cuando miras hacia Reforma, ya José Luis se ha perdido en los autos que pasan detrás de él. Me caí haciendo el salto mortal, te alcanzó a decir, cuando le preguntas por su nariz chueca. Los hombros se le mueven brincando, sigue ofreciendo dulces a todos los que vienen a él, pero nadie le compra. Se te olvidó decirle, José Luis… dile al estudio socio-económico que en las cocinas solo cabe una estufa.

“Si mire vengo ofreciéndole hoy en oferta-la única, en demanda-la especial, la pluma mágica, la que no mancha-la que no ensucia, para su tablee, para su ayfo, para su aypo, son cinco colores-cinco diferentes, para el regalo, para el uso personal, para el bonito detalle, para la dama, para el caballero, para la escuela y la oficina, 10 le vale, 10 le cuesta…” (canción oferta en el metro).


 *nombre alterado

**Estados Unidos de América

***verdad

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