Con un calor increíble, con la humedad como enredadera, decidimos ir a la playa de Coney Island.
Caminamos cuatro cuadras hasta el frente del museo de Brooklyn. Es un edificio con estilo neoclásico, enorme, imponente. De espaldas al museo, está el parque Prospect, célebre jardín construido por los arquitectos que diseñaron el Central Park.
Por la acera del Museo, está la parada de subte. Descendemos como Dante al infierno. Catalina va en el coche, con las piernas bamboleantes y Bruno camina con la pereza de un animal sofocado.
Tomamos la línea 2 y nos bajamos en la estación de Washington Terminal. Ahí enganchamos con la línea Q. El trayecto es largo y tedioso. Suben mexicanos con pelotas de fútbol, gringas altas y habladoras, hombres de ropa sport y jóvenes con aspecto de deportistas. El sol entra por las ventanillas como un fuego descolocado. Con el tren andamos por el submundo del subte y atravesamos zonas al aire libre donde se ven algunas torres marrones, viejas, en el estilo de un Brooklyn decadente.
Cerca de la arena, suben hasta el cielo torres de acero que sostienen los juegos de un parque de diversiones. Gusanos, martillos, montaña rusa, rueda gigante, máquinas ruidosas, juegos de azar. La zona es un hervidero de gente que busca un momento de esparcimiento. ¿Qué es la diversión?, me pregunto mientras veo a los padres desesperados detrás de los chicos que se cuelgan de los juegos mecánicos.
En un bar lleno de humo y olor a frituras, hay unos parlantes que hacen sonar una canción de Credence. Con las guitarras de fondo y la voz rasposa y jubilosa del cantante, las negras de Brooklyn menean sus caderas gruesas y algunos dominicanos hablan un español de exportación. Todo cabe en la playa populosa y sucia de Coney Island: el policía severo y petiso, las morenas risueñas, los chicos melenudos con skate, los matrimonios gordos de desdicha, los hombrones rubios y vestidos con ropa vieja, los buscavidas, los borrachos que gritan en un inglés de película. La playa es un lugar de encuentro, pero también de escape. ¿Qué se puede hacer sin dinero en una playa de la ciudad que es el corazón solitario del mundo? ¿Cómo vive un pobre en una playa decadente y llena de basura? En el agua marrón, al lado de la arena, Catalina grita de alegría cada vez que una ola moja su cuerpito tierno y risueño. Los restos de comida y los pedazos de banana nadan en el agua del mar. Son los restos de la miseria en la playa.
En el tren de regreso, un grupo de centroamericanos hablan en dos lenguas. La extranjera los delata: los acentos y las marcas dicen que no son de ahí. El español caribeño habla en sus gestos y en sus burlas. Las chicas que viajan con ellos tienen el celular en sus manos como marcas idiotas del consumo. Los muchachos se ríen y se sacan fotos a sí mismos como si eso los enalteciera frente a las mujeres obesas por la pérdida de felicidad. Los miro y pienso en el destino obvio de esos jóvenes y en la repetición del ciclo de las estaciones y del dolor en el norte del mundo. Una mala película de Hollywood no les haría justicia. La realidad es peor que la ficción.
Photo Credits: Sarah Ackerman