En un célebre y controversial ensayo publicado en 1986 y titulado “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism”, el crítico marxista norteamericano Fredric Jameson, famoso más que nada por sus estudios sobre el postmodernismo, plantea una tesis rotunda: básicamente, afirma, todo texto narrativo procedente de un país tercermundista es, por necesidad, un texto que, en última instancia, hace referencia a – y que de hecho por necesidad representa una reflexión sobre – eso que damos en llamar “la nación” y que, en este contexto, reduciremos a la identidad nacional o a la falta de ella. Así, según Jameson, todo texto del Tercer Mundo es, inevitablemente, una “alegoría nacional”: “All third-world texts are necessarily, I want to argue, allegorical, and in a very specific way: they are to be read as what I will call national allegories, even when, or perhaps I should say, particularly when their forms develop out of predominantly western machineries of representation, such as the novel”.
En efecto, para Jameson, mientras más “occidental” sea el texto en cuestión, más razonable será pensar que es uno que tiene que enfrentarse al hecho de que los países del Tercer Mundo NO SON occidentales, o al menos no propiamente hablando, y por lo tanto no han resuelto aún la cuestión de la construcción nacional, siempre incompleta como resultado del subdesarrollo; incluso, asegura Jameson, un texto equis, una obra equis que quiera tratar de cuestiones personales e íntimas, “libidinales”, en el último análisis no podrá hacer tal cosa, si surge en el contexto de un país tercermundista, ya que las condiciones materiales propias de dicho contexto la llevarán a convertirse, a las bravas, en una alegoría nacional: “Third-world texts, even those which are seemingly private and invested with properly libidinal dynamic – necessarily project a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world country and society”.
Esta sentencia de Jameson no es, por cierto, peyorativa: él no tiene nada en contra de narrativas alegóricas de algo más que de una experiencia subjetiva y, si acaso, como buen materialista dialéctico es más bien propenso a reconocer y a destacar la funcionalidad del arte para la lucha revolucionaria, más allá de consideraciones puramente estéticas. Al fin y al cabo, hay algo de admiración cuando, en este mismo ensayo, Jameson declara que “in the third-world situation the intellectual is always in one way or another a political intellectual”, poniendo esta supuesta condición sine qua non del intelectual tercermundista como una que contrasta con lo que pasa con el que vive y actúa en the belly of the beast itself, Estados Unidos de América (o el Primer Mundo en general): “Judging from recent conversations among third-world intellectuals, there is now an obsessive return of the national situation itself, the name of the country that returns again and again like a gong, the collective attention to ‘us’ and what we have to do and how we do it, to what we can’t do and what we do better than this or that nationality, our unique characteristics, in short, to the level of the ‘people’. This is not the way American intellectuals have been discussing ‘America’”.
El problema con el ensayo de Jameson no es, entonces, que él demuestre una animadversión expresa contra el Tercer Mundo y sus narrativas… Jameson no es, pongamos, un Samuel Huntington. El problema es… bueno, el problema es realmente legión. Para empezar, ¿qué mismo es eso de “Tercer Mundo”? Por supuesto, esta pregunta suena diferente hoy, en 2018, cuando para empezar el Segundo Mundo ya no existe hace rato (me atrevo a apostar lo que sea y contra quien sea que, hoy en día, el estudiante universitario promedio, tanto del Primero como del Tercer Mundo, tendrá una cierta noción de lo que dichos conceptos significan, pero ninguna o casi ninguna de lo que quiere decir “Segundo Mundo”), que hace treinta años, en el momento más álgido de la Segunda Guerra Fría (¿o era, ya, la Tercera?). Ahora bien, ya en los ochenta del siglo XX, y la verdad es que antes o desde siempre, el concepto de Tercer Mundo carecía de todo rigor analítico y constituía, más bien, un membrete otrificador y basado en percepciones elitistas de las metrópolis con respecto a la multitud inmensa de subalternidades que proliferaba en las periferias no sólo del mundo sino también de las mismas metrópolis. En plan: el Primer Mundo que produce narrativas tan libres de ser personales, si quieren, o políticas, si quieren, o lo que quiera que quieran en vista de que tienen el libre albedrío de hacer lo que quieran o, incluso, lo que quieran que quieran, ya que, ¡al fin y al cabo!, el sujeto pensante y poseedor del libre albedrío es occidental y cristiano… ese Primer Mundo, decía, no existe realmente; nunca existió. Siempre estuvo mezclado (siempre, desde los albores mismos del homo sapiens sapiens, ha sido el cenit de las migraciones transnacionales) y, de hecho, siempre fue generado, sostenido y soportado por el Tercero.
¡Pero el Tercero tampoco existe! Porque nada puede, francamente, agrupar en un solo término a la inmensa mayoría de la población humana, de varios continentes, países, clases sociales, relaciones con poderes imperiales, sexo, género, religión, orientación sexual, preferencias y condicionamientos culturales, generación, capacidad física e intelectual, what have you got? El Tercer Mundo, así como partes del Primero (y del Segundo), es por supuesto el Sur Global.
La cosa va más allá de eso, no obstante. Jameson teoriza como si la pertenencia a un supuesto espacio geográfico/económico/social que –repitámoslo– no existe determinara las posibilidades de existencia de expresiones culturales específicas, basado en un modelo de estructura y superestructura marxista según el cual, si la economía (la estructura) dice una cosa, la cultura (o la política, o la religión, o el arte, o la legislación; la superestructura, en fin) la sigue, no de manera automática pero sí en última instancia. No necesito decir, ¿o sí?, que este modelo está deslegitimado. El siglo XX lo deslegitima y, quizás más aún, el XXI… y nadie que haya visto lo que está pasando en el Estados Unidos de la era de Trump, la –con diferencia– mayor superpotencia económica y militar de la historia de la humanidad volcada de lleno, y con gusto, hacia el suicidio imperial más peligroso y más absurdo de la historia de la humanidad, puede realmente creer que es la economía, “en última instancia”, la que mueve los hilos de la cosa.
Trotsky decía, en un claro codazo a Freud, que el comunismo se encargaría de uno solo de los –para Trotsky– tres problemas fundamentales del ser humano: primero había que resolver el problema del hambre, a la manera marxista, y luego veríamos qué hacer con los problemas no menos importantes, pero menos inmediatos, de la muerte y del sexo. Primero era la estructura, en otras palabras, y luego la superestructura. La era de Trump demuestra, por el contrario, y como si hiciera falta una prueba más allá de la experiencia de los sujetos, que los problemas mentales, posiblemente ni siquiera ligados ni a la muerte ni al sexo, tienen su cierto peso también. Jameson afirma, en su ensayo, que el nacionalismo que se expresa en las alegorías nacionales del así llamado Tercer Mundo es un fenómeno que, en el Primero, ha sido ya “liquidated”… “and rightly so”! Y dice que el nacionalismo, o que un cierto nacionalismo, es sin embargo fundamental en el Tercer Mundo.
Jameson, en eso, tiene razón: el nacionalismo está en auge en el Sur Global… Pero, Jameson se equivoca. Porque, hate to say I told you so: el ejemplo más craso y más vulgar, irremediablemente vulgar de nacionalismo, hoy en día, lo tenemos no solamente en el Primer Mundo de antaño (y no en el supuesto Tercero, de acuerdo a la terminología inexacta discutida más arriba), sino incluso en el primer país del Primer Mundo del mundo mundial de toda la historia del mundo.
Estamos bastante jodid@s en todos los mundos, más claro.